DESPUÉS, 'NAIDE'
Ven, vamos a verla
Arrastrando los pies subimos de espaldas la cuesta que llaman del Bacalao en una chicotá sin resuello sostenida en un susurro de oraciones, de paz y de congoja al mismo tiempo
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Iniciar sesiónPasó que, después de enfermar mi padre, José Luis de Pablo Romero, siendo hermano mayor de la Hermandad de la Macarena, le propuso hacer la estación de penitencia y mi padre dijo que sí. Supe después que había preguntado cuál era su sitio y ... se había sorprendido al saber en la basílica que José Luis le había guardado un lugar a su lado, delante de la Virgen portadora de una esperanza que tanto necesitaba. Cuando llegó a casa, vital y destrozado como uno regresa de Sevilla en primavera, le pregunté que cómo había ido y me respondió: «No te lo voy a contar ahora. Cuando seas un poco más mayor, si quieres, vas allí y lo ves tú mismo».
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Eligió que todo aquel universo llegara a mí sin intermediarios y que recibiera un impacto lo más frontal posible. Pasado el tiempo y la muerte de mi padre, decidí hacer aquel viaje. A Carlos Marina, que en aquellos días me llevaba de un lado a otro en una borrachera de incienso y de naranjos, le pedí que no viéramos a la Macarena pero no me hizo caso. Hábilmente provocó que quedáramos atrapados en una bulla junto a la Catedral en la esquina de Álvarez Quintero. «Ahí la tienes», me dijo entre el gentío conforme el paso se acercaba por Alemanes. Al llegar a nuestra altura, me dijo: «Ven, vamos a verla», me agarró del brazo y, tirando de mí, me metió delante del palio con un gesto decidido.
Arrastrando los pies subimos de espaldas la cuesta que llaman del Bacalao en una chicotá sin resuello sostenida en un susurro de oraciones, de paz y de congoja al mismo tiempo, los pechos contra las espaldas en un mogollón sobre el que caían pétalos como de las siete galerías del Paraíso del Ángelus del 'Platero' de Juan Ramón. Retuve el sonido atropellado de las suelas de los que allí íbamos, el tintineo de las bambalinas sobre los varales en un compás perfecto e indefectible y la visión de Virgen mecida en una belleza de oro y resplandores, verde y descabellada como todas las esperanzas. Flotando entre todo aquello, el recuerdo de mi padre se hacía tan cercano que, en ese momento, yo era él mismo de alguna manera, y andábamos superpuestos los dos en aquella chicotá larguísima que duró cien metros y veintidós años, por ahora. Al tiempo, no sé cuánto, se hizo de día y pasamos la mañana buscándola en un calvario de pies sobre las aceras, fuera del contexto de nosotros mismos, heridos por el sol de la mañana que se tiraba desde las azoteas en ángulos que incidían perfectamente en la trastienda de las córneas sacudidas de claridad, de belleza y del abismo de un dolor infinito –«Y a ti, una espada te atravesará el alma» (Lc, 2-35)-.
La mañana discurrió junto a esa procesión de cuerpos agotados, fundidos como los cirios con humo de palomillas negras que, elevándose desde las llamas, habían dibujado bajo los ojos de la Virgen unas ojeras leves hechas de pena, de cansancio y del peso del sufrimiento de los que padecen. Seguía allí, tambaleante de sueño y a la vez enfervorecido, los ojos pequeños y sangrantes como dos cuchilladas, el corazón preso por el impulso de irme con ella a acompañarla. Iba a ser ella la que me acompañara a mí desde aquel día.
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