siempre amanece

Por una mili rural

En la vida, sobre todo, hay que saber mínimamente lo que vale un peine

La sangre de Morante

Los jóvenes de Cristo

Un día, volviendo de un recado en el mercado siendo un chaval, mi padre, que era un señorito del Boulevard de San Sebastián, se quejó de que el pescado estaba caro y mi abuelo lo mandó a la merluza. Se fue al puerto, hizo ... algunas gestiones con los amigos y le anunció que al día siguiente tendría que estar de madrugada en el muelle y preguntar por tal patrón. Que como le gustaba el mar, la experiencia de un barco de pesca le iba a parecer muy interesante. Al patrón, le pidió: «Reviéntalo». Volvió a los días sin dormir, vomitado, mareado, herido y con el dedo mordido por una merluza. Nunca más en su vida volvió a decir que el pescado estaba caro. También lo mandó a Lourdes de voluntario porque en el fondo se trataba de enseñarle la suerte que tenía. Cuando yo mismo empecé a montar, mi padre me mandó con los vaqueros de Salamanca a las faenas del campo bravo, de amanecidas, mucho frío y aguaceros a caballo. En los días de herradero, me sentaba a su mesa en lugar de en la de los ganaderos y la gente importante: «No, Chapuli: estos son los que te enseñan, estos son los tuyos, así que comes con ellos».

Cuando empecé a andar con la escopeta, viendo las posibilidades de que terminara siendo un pijo de ojeo de perdices, me mandó a Navarra un mes a ayudar al monte al gran José Antonio Goñi –Davy Crockett de Zubiri–, en una sucesión de madrugones, travesías en busca de yeguas perdidas, mañanas haciendo las hierbas y tardes de motosierra que para mí se quedan. Para pagar las clases de equitación, otro verano desbrozamos un bosque de la hípica con dos metros de zarza con unas sierras, rastrillos y dos pares de guantes en la tarea más tediosa que recuerdo. Mi padre pensaba, como pensaba su padre y como yo pienso, que uno en la vida –además de oportunidades y la suerte que tuvimos los tres por nacer en una familia con posibilidades–, tiene que saber mínimamente lo que vale un peine.

Viendo estos días que en el campo hay tantas cosas que hacer y en la ciudad tantos jóvenes sin hacer nada, creo que no estaría mal unir a ambos en una suerte de mili rural. El servicio militar obligatorio, al que quizás tengamos que volver más pronto que tarde, chocó con el antimilitarismo, pero ¿qué peros se le pueden poner esta vez desde la izquierda a unos meses de servicio rural cuidando de la Pachamama? Ya estoy disfrutando con solo imaginar a nuestros jóvenes urbanitas metidos en el agro: los de La Rioja vendimiando, los andaluces en el olivo, los valencianos en la naranja y los de Madrid limpiando el monte o lo que fuera, perdidos entre las sierras, tirando de azada y de guadaña, olvidándose cuatro o cinco horas al día de las 'stories' de Instagram y de la cobertura del wifi. Aprendiendo al fin cuál es el precio del maldito peine, que lejos de ser un castigo, es un regalo, una proporción que uno no debe perder de vista en toda su vida.

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