después, 'naide'

Maleta perdida

Israel me recuerda a aquellos niños que se saben a qué edad murió Tutankhamon y no son capaces de vestirse con todas las prendas de ropa antes de sentarse a desayunar. Eso son: un brillantísimo desastre o viceversa

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Pasajeros esperando en el aeropuerto de Tel-Aviv efe

Esta es la historia de mi maleta amarilla que no aparece. Hace cinco días, a las cinco de la mañana, la maleta no había llegado a Tel Aviv, así que anduve un rato esperando ante la cinta con esa ilusión de novio en la ... estación que poco a poco se va perdiendo como se pierde todo en la vida: por sorpresa. Perder una maleta necesita un duelo por fases. La última es la de la aceptación, que empieza de madrugada en el mostrador de equipaje perdido de un aeropuerto de Oriente Próximo.

En la compañía, cuyo lema es 'no es una compañía aérea, es Israel', dijeron que la mandarían a mi hotel, pero nunca llegó, pues este es un pueblo que ha acometido logros de mucha envergadura sumido en un fenomenal despiste, hecho que le otorga aún más mérito a su realidad.

Los israelíes son capaces de inventar el riego por goteo y el tomate Cherry, aparatos con los que saber si fulano de tal está meando en el baño de una cafetería en un mercado de Teherán, pero una compañía no es capaz de mandarte el equipaje a un hotel que está en la misma ciudad que el aeropuerto.

Este país me recuerda a aquellos niños que se saben a qué edad murió Tutankhamon y no son capaces de vestirse con todas las prendas de ropa antes de sentarse a desayunar. Eso son: un brillantísimo desastre o viceversa. Después de cinco días de deambular por Tel Aviv no sé ni cómo ni por qué, dicen que la maleta está en reparto. Ya es casualidad, digo, ahora que me estoy yendo.

Me la mandarán a casa aunque, bien pensado, si no pudieron enviármela al hotel, a ver cómo me la van a mandar a Madrid. Hace un momento, me llamaron por la megafonía del aeropuerto y me hizo unas preguntas una agente de seguridad para chequear no sé qué informaciones. «Eso es todo», dijo la de seguridad del aeropuerto, y le confesé que esperaba que fuera mi maleta perdida. «Haré lo que esté en mi mano», me dijo, porque en este país todo tiene finales abiertos.

Regreso a casa

Para viajar, que es vivir, a uno solo le hace falta el asombro y una punta de la esperanza. Si la encuentran, me la mandan a Madrid

La cosa es que, pasaron los días, los bombardeos, las visiones de las matanzas en los kibutz, y las pruebas irrefutables de la presencia del mal en el mundo, uno fue compadeciéndose, rezando, consolándose, emborrachándose ligeramente por las noches y volviendo a recordar las pesadillas, y la maleta seguía sin aparecer. Varias veces salí a las tiendas de la ciudad a comprar mudas, desodorante, camisetas y pocas cosas más, como un forajido material con kit dental del hotel y me acostumbré a esa realidad. Perder el equipaje confiere al viajero una condición circunstancial.

En suajili, al blanco se le llama 'mzungu', que significa 'el que va de paso', pero creo que en ningún idioma existe un sustantivo para referirse al que ha perdido la maleta, el que vive el proceso que va de la angustia del que anhela sus cosas hasta el tipo que ahora soy y que no necesita más en la vida que unos gayumbos decentemente limpios, unos vaqueros, una camiseta, su vieja chaqueta de cuero, el cuaderno y algo para escribir.

Al cierre de esta columna en la puerta de embarque del vuelo de regreso a casa he comprendido que para viajar, que es vivir, a uno solo le hace falta el asombro y una punta de la esperanza que, para ser sinceros, también se ha perdido un poco. Si la encuentran, me la mandan a Madrid.

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