ANTIUTOPÍAS
La Virgen de Guadalupe en el Prado
En México no había manera de evadir el horizonte religioso europeo
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Iniciar sesiónQuien se acerque por estos días al Museo del Prado tal vez pueda pensar que las imágenes de la Virgen de Guadalupe, más de setenta, todas suntuosas, que cuelgan en sus paredes son un icono religioso. En realidad son mucho más. Aquella imagen es ... un elemento esencial, de difícil anclaje, en el discurso nacional mexicano. Tanto es así que todos los intelectuales de la América Septentrional, desde el siglo XVII hasta el XX, tuvieron que posicionarse frente a su figura.
El jesuita Carlos Sigüenza y Góngora escribió en 1668 'Primavera indiana', un largo poema en el que recreaba la milagrosa forma en que se le apareció al indio Juan Diego en 1531; Francisco Javier Clavijero compuso un breve tratado sobre aquel prodigio, y aseguró haberse salvado del naufragio de 1767 invocándola en sus oraciones; fray Servando Teresa de Mier aseguró que la imagen de la Virgen había llegado a México mucho antes, en la capa de santo Tomás, durante un supuesto peregrinaje que lo habría llevado de Oriente a América en el siglo I, y hasta el historiador menos dispuesto a reconocer la influencia hispana en la identidad mexicana, Carlos María de Bustamante, defendió el culto guadalupano.
Todos estos autores fueron piezas relevantes en la creación de un relato nacional que, lejos de sentir nostalgia por la Colonia, intentaba unir al México independiente con el mundo prehispánico. Aún así, ninguno pudo resistirse al hechizo guadalupano. Aquella fascinación era una evidencia de que el universo mental de estas élites, como dice el historiador Tomás Pérez Vejo en su fundamental 'México, la nación doliente', debía mucho más a la cultura europea que a las civilizaciones mexica o maya, y «no porque estuviesen colonizados, sino porque formaban parte de pleno derecho de ella».
Sus fantasías podían animarlos a buscar vínculos míticos y emocionales con la arcadia prehispánica, pero sus mentes eran jesuíticas y escolásticas y llevaban el sello de Grecia y Roma y de la civilización cristiana. No había manera de evadir el horizonte religioso europeo. Hasta el primer promotor de la independencia, el cura Miguel Hidalgo, en su famoso 'Grito de Dolores' de 1810, dio vivas por Fernando VII y por la Virgen, y mueras al mal gobierno. Los mexicanos decimonónicos quisieron poblar su memoria de recuerdos prehispánicos, sentirse hijos de Cuauhtémoc, pero la fe los ligaba a la herencia española. Tuvieron por eso que americanizar a la Virgen asociándola con la diosa Tonantzin, dándole piel morena y adjudicándole el náhuatl como idioma.
Solo de esta forma, convertido en un culto mestizo y vernáculo, pudo la devoción guadalupana encajar en un relato nacionalista que negaba la Colonia y entendía el período virreinal como la muerte de México. La Virgen de Guadalupe sobrevivió a la aniquilación simbólica del pasado español, y se la elevó a la condición de mexicana. Nada que deba extrañar. Los nacionalismos son ficciones, cuentos que nos contamos, como también dice Pérez Vejo, que toleran ese tipo de contradicciones.
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