la tercera
Un nuevo marco geopolítico
«Pese a sus desaciertos, imperfecciones y reformas truncadas, el modelo de Naciones Unidas ofrece una plataforma única para afrontar retos de escala global»
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Carlos Blanco y Begoña Ochoa de Olza
El mundo parece encaminarse hacia una nueva guerra fría, con dos bloques geopolíticos enfrentados. Ya no se trata del conflicto entre capitalismo y comunismo como sistemas económicos alternativos, sino de la oposición entre democracias liberales y regímenes autoritarios como formas de organización política y ... social.
Un fenómeno tan determinante para el futuro de las relaciones internacionales suscita numerosas preguntas, en las que se han detenido analistas como Fareed Zakaria. Una de ellas es la siguiente: las instituciones que surjan en este nuevo escenario, ¿complementarán el conjunto de instituciones internacionales diseñado tras la II Guerra Mundial, con la ONU, el sistema de Bretton Woods y la Corte Penal Internacional como ejes principales y caracterizado por una indiscutible hegemonía occidental, o más bien se alzarán como un contrapoder, en competencia con Occidente? En esta línea, el modelo de desarrollo chino, donde la ayuda económica no viene condicionada por los avances en materia de derechos humanos y de progreso democrático, ¿terminará por eclipsar el concepto de desarrollo auspiciado por Occidente en las últimas décadas?
Este nuevo panorama geopolítico nos obliga a reflexionar sobre la crisis de representatividad que sufre un sistema institucional hasta ahora dominado por las potencias occidentales y su modelo liberal. Por ejemplo, en los últimos años China ha reclamado una influencia acorde con su peso demográfico y económico en organismos como el Fondo Monetario Internacional. En el Acuerdo de Singapur de 2006 se admitió que las cuotas habían quedado obsoletas y en 2010 se accedió a ampliarlas, así como a extender el poder de voto para otorgar mayor representatividad a las economías emergentes. No obstante, esta propuesta decayó, y las peticiones chinas acabaron por diluirse. Las escasas concesiones que ha obtenido el gigante asiático llegaron en 2016, cuando se introdujo el renminbi en la cesta de monedas para los derechos especiales de giro. Con ello, los países occidentales se reafirmaron en su negativa a compartir el poder en el seno de esta institución económica. No es de extrañar que ante semejante situación China haya decidido crear sus propios organismos de ayuda económica, con una condicionalidad menos gravosa que la del FMI. Destacan, en particular, el Nuevo Banco de Desarrollo y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras.
El paradigma occidental se enfrenta, por tanto, a un desafío profundo. Es probable que un número cada vez mayor de países se inspire en el sistema socioeconómico de una China cuya influencia internacional no deja de crecer, especialmente en África y Latinoamérica. La cuestión es si esta disparidad de modelos conducirá al conflicto, a la cooperación o a una coexistencia problemática de ambos. ¿Seremos capaces de enriquecer los valores occidentales –a los que ni podemos ni debemos renunciar, dada su trascendencia ética y su raigambre humanista– con los valores predominantes en la esfera de influencia china, o estamos abocados a una dualidad irreconciliable de cosmovisiones? ¿Podremos configurar un humanismo pluralista? ¿Qué aspectos positivos podemos extraer de un mundo y de unos valores tan extraños e incluso desconocidos para nosotros, los occidentales? ¿Qué significado debemos atribuir a la expresión «una comunidad con futuro compartido», empleada por Xi Jinping?
Un interrogante estrechamente ligado a la discusión anterior se refiere al papel de Naciones Unidas en este nuevo marco geopolítico. ¿Resistirá las pulsiones disgregadoras que parecen poner en entredicho el sistema institucional internacional o saldrá robustecida, tanto como para favorecer una síntesis constructiva de aquellos aspectos humanizadores presentes en ambos modelos?
Se habla mucho de los fracasos de Naciones Unidas. Las guerras en Ucrania y Gaza no harían sino sumarse a una larga lista de fallos por acción y omisión. Frente a un exceso de ambición universalista e idealismo geopolítico, se ha subrayado la importancia de los organismos regionales como mecanismos más efectivos para fomentar la cooperación entre Estados. Sin embargo, ante la tendencia de nuestro tiempo a una dualidad de bloques y de modelos sociales la utilidad de una institución como Naciones Unidas puede cobrar, precisamente, nuevo sentido.
En un mundo globalizado y regido por intereses contrapuestos se percibe con mayor nitidez la necesidad de contar con una verdadera arquitectura internacional. Pese a sus desaciertos, imperfecciones y reformas truncadas, el modelo de Naciones Unidas ofrece una plataforma única y un foro de diálogo privilegiado para afrontar retos tan complejos y de escala global. Ante la más que plausible colisión entre el modelo liberal y el chino, una institución como la ONU adquiere horizontes renovados. Más allá de las esperanzas frustradas que denuncian tantos escépticos, necesitamos un organismo multilateral que se sobreponga a los entramados regionales y que contribuya a superar la incipiente dualidad de modelos políticos y económicos hacia la que parece precipitarse nuestro mundo.
El sueño de un mundo más humano y unido pasa inevitablemente por el fortalecimiento del sistema de instituciones globales, a cuya cabeza se sitúa aún hoy la Organización de las Naciones Unidas. Pese a la ineficacia de muchas de sus actuaciones y al carácter manifiestamente mejorable de sus estructuras, todavía hoy brilla como símbolo y realidad (aun precaria) de que podemos aspirar a un mundo más cohesionado y más concienciado de los desafíos comunes. Sería iluso fiar la solución de los grandes problemas presentes y venideros únicamente a la ONU y a su constelación de organismos. Sin embargo, la mera existencia de esta institución supone un hito de indudable trascendencia histórica, el triunfo de un ideal ciertamente perfectible, pero cuya vocación universal nos recuerda lo que podemos conseguir y lo que aún falta para construir un mundo más justo e integrado, donde prime el espíritu de la cooperación entre pueblos e individuos.
Queda mucho por hacer para concienciarnos de lo que nos afecta como humanidad, más allá de los intereses de los distintos bloques, países y grupos sociales; porque, en frase de Dag Hammarskjöld, «la organización mundial es una nueva aventura en la historia humana».
son profesor de la Universidad Pontificia Comillas y diplomática, respectivamente
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