Por lo que sea
Cuántos veranos más
Toda familia es una mitología personal, y por tanto todo hogar es un templo: el lugar donde hablamos con los que no están
Hablar de dinero
Un atardecer
El verano es un tiempo de epifanías o de intensidades, porque la libertad empuja al pensamiento, y el pensamiento siempre te lleva de viaje. Mirando un atardecer hablamos de las casas en las que crecimos, donde nuestros padres fueron jóvenes y ahora envejecen, de los ... objetos que guardamos ahí como tesoros íntimos –un Zippo, un mapa, un cepillo de carpintero con el que un chaval sin estudios consiguió su primer trabajo–, de los reencuentros, de las historias que se han quedado pegadas a esas paredes y que confiamos en contar una y otra vez a quienes vengan con la esperanza de que algún eco deformado de lo que ocurrió sobreviva al tiempo, igual que sucede con los mitos. Hablamos del escudo imposible de Aquiles, en el que un dios cinceló los cielos y la tierra, la noche y el día, el mar y las ciudades de los hombres, bellas a rabiar, donde estos pelean por dinero y por poder y conviven la felicidad y la desgracia, la guerra y la paz, los reyes y los labriegos, los acróbatas y los artesanos, las fieras y los animales mansos que nos dan de comer: todo lo que existía. También hablamos de Eneas, que huyó de Troya en llamas cargando a su padre sobre sus hombros, y que al llegar al Lacio recibió un escudo hecho por aquel mismo dios antiguo en el que este dibujó a dos niños amamantados por una loba y detalló el futuro de una ciudad majestuosa que todavía no existía, pero que dependía de lo que él hiciera sobre la Tierra: se llamaba Roma. Su padre estaba muerto entonces, y a él ya solo le quedaba el futuro.
—Llega un momento en el que tienes que elegir: o cargas con el futuro o con la roca de Sísifo.
—Y está claro, ¿no?
Toda familia es una mitología personal, y por tanto todo hogar es un templo: el lugar donde hablamos con los que no están, desde el ya o el todavía, aunque no creamos en fantasmas. Días después, preparando un arroz para doce, en el jardín de la casa que construyó mi abuelo, el mismo que restauró la mesa en la que aún nos sentamos, pensé en cuántos veranos más me quedarán así, despreocupado, rodeado de amigos y familia, aún sanos, riendo, probando vinos desconocidos y bebiendo por encima de nuestras posibilidades para acabar durmiendo la siesta sobre el césped, igual que hacía cuando aún era el nieto de alguien, y ese alguien apagaba las brasas. Y volví a pensarlo muy lejos de allí, en el Mediterráneo, en otro de esos atardeceres memorables, con los vencejos sobrevolando un pueblo casi púrpura y la promesa de una cena compartida y otra conversación para dejarse flotar: cuántos veranos más así, cuántos quedan. Hace poco un amigo me llamó para decirme que estaba ingresado con prostatitis. Era el segundo que caía este verano. Parecía el fin de algo, pero solo era el principio de los chistes sobre las sondas.