la tribu dorada
Taylor Swift, entre la guitarra y la cosmética
Lo que me pasa a mí con Taylor Swift, que ya ha dicho que se casa, es que me cuesta ver que canta. De manera que no acabo yo de encontrarle a la artista el acento, la eternidad, la corneta
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Iniciar sesiónYa ha dicho Taylor Swift que se casa, y esto es una novedad proporcional a un disco, quizá, porque Swift es la vecina que todo nos lo acaba contando en un estadio de cien mil cofrades. La primicia no es un susto, porque el ... consorte futuro es el novio en curso, Travis Kelce. Lo que me pasa a mí con Swift es que me cuesta ver que canta. De manera que no acabo yo de encontrarle a la artista el acento, la eternidad, la corneta. De manera que la artista me queda en la lejanía. Quiero decir que llevo un tiempo observando el caso Swift, y me quedo en el formidable prodigio logístico, porque en lo musical sigo sin saber si me emociona poco o nada. O acaso sí lo sé. De manera que me impresiona su maquinaria, pero me falta el descosido, el derrumbre, la herida, y me falta el temblor que envenena, más allá de la sofocante coreografía sentimental, que incluye pulseritas. Y ahora un anuncio planetario de boda, que es como ir celebrando la luna de miel en instagram, durante vísperas incontables. Pero naturalmente hay que reconocerle la matemática de éxito.
En 2023 fue la artista más escuchada del mundo en Spotify, con más de 26.000 millones de reproducciones. Y la gira The Eras Tour ha cumplido como la más taquillera de la historia, por encima incluso de los alardes mayores de Elton John, por ejemplo. Igual el repertorio no te pellizca, pero la chavala moviliza ejércitos. Si da el show en una ciudad, se inaugura, en rigor, una convención económica, que resuelve millones en hoteles, bares y taxis, con lo que Swift cruza un ministerio de turismo con un club de fans. Luego está que no ha dejado, aún, tres o cuatro himnos memorables, que es lo menos que puede pedírsele a una figura de su eslora. Madonna, por ejemplo, ha dejado tres generaciones de estribillos siempre resurrectos. Beyoncé resulta un piano con minifalda, y hasta Miley Cyrus, con Flowers, te desarma con la rabia de lo sencillo. Y luego está que es un ángel de malditismos. En cambio, de Taylor va concretándose una constelación de canciones correctas, brillantes en la ejecución, sí, pero que saben más bien a manual de instrucciones del corazón de muchachas más o menos embelesables. Hay tanta corrección, que yo la escucho y luego no me ha quedado nada. Me fatiga su despliegue aseadísimo, y me aburre la coreografía exacta, como si entre lo suyo y lo mío siempre se abriera un ejército de ventiladores de peluquería.
Taylor es el milagro de lo reconocible, esa muchacha que canta un diario secreto de adolescente herida, y lo convierte en orfeón planetario. Tiene el podio del karaoke mundial, y en ese repertorio incluye el cuaderno escolar y el diván terapéutico, sin perder ni un rasguño de lápiz de ojos. Juega la gracia de la cercanía, y se presenta como la vecina rubia que va y viene con la guitarra en la mano, como la amiga que le cuenta a la amiga, por WhatsApp, lo mal que acabó con su ex. Ahí está su misterio sin misterio: convierte la confesión íntima en coro global. Solo que, a mí, tanta confesión me suena un poco a boletín parroquial de los sentimientos, con mucho detalle, pero poco incendio. En Madrid, hizo llenazo de Bernabéu. Tampoco me extrañaría que mucha multitud acudiera por ver si Taylor existe de verdad, y otra mitad de multitud para comprobar si el pop aún puede ser religión. Yo, de momento, no salgo de mis dudas. No sé si estamos ante una rubia vinculada a la música o a la cosmética.
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