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bala perdida

Sepultura de la elegancia

En verano, el personal va desabrochado de ánimo y desabrochado de ropa

Robar la intimidad

A propósito de la ebriedad

Ángel Antonio Herrera

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Guillermo Cabrera Infante me lo dijo un día: «En el Caribe no se puede ser elegante, porque sólo existe el verano». Razón llevaba: en verano muere la elegancia. El verano es la resurrección de los cuerpos, pero es también la sepultura de la elegancia, porque ... no hay distinción que resista al bañador. En verano, a lo sumo, puede uno quedar exótico, o excéntrico, a la hora del ocaso, como Jaime de Marichalar, que alterna el pantalón de amebas y la pashmina de no resfriarse con el aire acondicionado. En verano, el personal va desabrochado de ánimo y desabrochado de ropa, y bajo ese relajo general no hay quien pille a un tío vestido en condiciones. Hasta Pep Guardiola, o Xabi Alonso, que marcan estilo, citando rápido, salen por estos días en las ruedas de prensa con una camisita de andar de faena doméstica, que es lo último que se pondrían Guardiola o Alonso en diciembre. Como el genio, la elegancia es una insistencia, pero no se da en agosto, porque da igual que uno insista en cambiarse mucho de calzoncillos o braga náutica. Es más, si te pasas de insistente, cargas peligrosamente el retrato del hortera, como le pasa algunos ratos a Cristiano Ronaldo, y semejantes. Un elegante de los de la antigua usanza lo lleva bien jodido en verano, porque la corbata es un coñazo y no vale más traje que el de baño. Ya vemos que no se salvan ni los de la chaqueta a medida ni tampoco los del revuelto 'outfit fashion', porque al verano le sobra el fondo de armario y casi hasta el armario entero. En cuanto a las mujeres, pues casi lo mismo. La elegancia, en la mujer, suele adornarse de años, y el verano es una orgía de juventud donde lo que más decora son unos pechos de veintitantos años en flor. La elegancia es un privilegio de invierno. En los hombres y en las mujeres. Estas, no obstante, se resuelven ahora finísimas con cualquier trapo inverosímil, como si por encima del desnudo se echaran el chal del verso que las celebra: «Nadie dudará de esa mágica hermosura, pero sí de su existencia».

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