el batallón
El esclavo feliz
Despertaba honda perplejidad ver a Sánchez sonreír el otro día desde el atril de La Moncloa tras asumir una nueva humillación ante el forajido de Waterloo
Aquel 'Titán de Paiporta' se encara con Trump
El feriante
«Que feliz es ser esclavo cuando se es un esclavo feliz». Lo dejó dicho Plauto en su obra 'Miles gloriosus' (o 'El soldado fanfarrón') y hoy, veintitantos siglos después, Sánchez se viste de romano para aparentar que está loco de contento de ser ... esclavo de un prófugo de la Justicia, de quizá el delincuente más famoso de España, que en este sainete es como ese paciente del chiste que, según se sienta en el sillón de la clínica, mueve un poco la mano, le agarra un poco más abajo del ombligo y dice al dentista: «A que no nos vamos a hacer daño...» Despertaba honda perplejidad ver a Sánchez sonreír el otro día tras el atril de La Moncloa –la hermosa ergástula donde se ha encerrado con Begoña– tras asumir una nueva estruendosa humillación, la enésima, ante el forajido de Waterloo, imperturbable frente al siniestro que acaba de ocurrir en el Consejo de Ministros que él preside: el Gobierno de España convertido en rehén de un tipo que huyó del país en el maletero de un coche, a la espera de que el fulano del flequillo termine de achatarrar el decreto ómnibus para dejarlo en las dimensiones de un patinete, todo ese «dolor social» (Sánchez dixit) convertido en un liviano constipadillo de la noche a la mañana.
El esclavo feliz no es que no sepa de su cautiverio, es que trata de simular una normalidad inexistente basada en la dependencia extrema de un delincuente, cuyo partido, además, es un antagonista ideológico absoluto del socialismo, en las antípodas de su modelo económico y político y al que sólo le une las urgencias y fatigas de ambos. Sin pudor, asume todas las exigencias de Junts, impuestas desde dónde sea, Barcelona, Ginebra, Bruselas o Waterloo, con tal de resistir atrincherado en el palacio presidencial donde, cual perdonavidas, Puigdemont le deja seguir viviendo pues él es el casero de La Moncloa y hasta de la Carrera de San Jerónimo. Capítulo aparte merece el papelón desempeñado por Francina Armengol, reducida al papel de gobernanta del Congreso: la tercera autoridad del Estado convertida en una servicial subordinada que acomoda el orden del día de la Cámara Baja a los deseos de un grupito de siete diputados para que la segunda autoridad del Estado se someta a una cuestión de confianza a la que se negaba tajantemente.
Pero quizá Sánchez se parezca más a Stico que a aquel feliz esclavo de Plauto. A mediados de los ochenta, Fernán Gómez y Armiñán enhebraron un guión donde un viejo profesor, con más hambre que Carpanta y menos dinero que un bichicome, se ofrece como esclavo de un antiguo alumno venido a más para poder sobrevivir a su penuria. En un momento de la película, para dotar a ese contradiós de cierta apariencia de legalidad, el amo de Stico le pregunta a su esclavo: «¿Renuncias a tu libertad, a tus derechos de ciudadano libre, a la Constitución y a la jurisdicción de los tribunales?» «¡Renuncio!» Cuarenta años después, tal cual. Sánchez es ahora Stico y al otro lado de la cadena está Puigdemont.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete