La Tercera
La corrupción del lenguaje
El diputado o alto cargo socialista exclama '¡progreso!' y los militantes baten palmas con júbilo gregario e irracional
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Tras menudear promesas y solemnes declaraciones, tantas que son pocos, poquísimos, los asuntos sobre los que no ha dicho una cosa y a continuación la contraria, nuestro presidente, o para ser exactos, presidente en funciones, parece haberse posado, como el abejorro al libar la flor, ... sobre dos conceptos talismán: 'progreso' y 'ultraderecha'. Las connotaciones de 'progreso' son positivas: ser un hombre de progreso, pertenecer a un partido de progreso, implica instalarse en la verdad y, a la vez, en un futuro inevitable. Eso es lo que la izquierda ha entendido por 'progreso' desde, por lo menos, los tiempos de Condorcet.
'Ultraderecha', por lo contrario, transmite un mensaje inequívocamente negativo. ¿Cuál? Me temo que exigir precisiones está de más, ya que 'ultraderecha' no constituye una descripción sino un improperio. Integra un sinónimo silente de «fascismo», en la acepción que Orwell deplora en 'Politics and the English Language' (1946): «La palabra fascismo solo tiene sentido en la medida en que significa 'algo no deseable'».
Eso es lo que, 'mutatis mutandis', quiso dar a entender Salvador Illa cuando afirmó, tras la manifestación del 8 de octubre en Barcelona, que se había visto «una vez más a la derecha de la mano de la ultraderecha». Lo que proclamó Illa lo repitieron, como papagayos, ministros, diputados, y periodistas adictos. Y es que, como explica Orwell, la corrupción del pensamiento corrompe el lenguaje, y viceversa. El hombre de partido, el hombre adoctrinado, «emite los sonidos apropiados a través de su laringe, si bien su cerebro interviene mucho menos que cuando es él mismo el que elige las palabras».
Tres años más tarde, en '1984', Orwell elaboró las mismas tesis con la holgura o libertad que proporciona la ficción. En la neolengua vigente entre los súbditos del Gran Hermano el léxico se ha reducido tanto, y las combinaciones autorizadas por la gramática son hasta tal punto restrictivas, que ya no es posible pensar lo que fuere (A, B o C) y luego verterlo en signos audibles o visibles. Tenemos que decir (y pensar) D, única alternativa prevista por los cánones lingüísticos oficiales. La voz 'progresismo', en el sentido que ha adquirido con Sánchez, ilustra fehacientemente este proceso de descerebración. En la mayoría progresista están incluidos, ¡oh maravilla!, los herederos y testaferros de ETA, esa defensora insustituible de las libertades democráticas, el levítico PNV, y Puigdemont, supremacista y ejemplarmente reaccionario. ¿Cómo se explican ustedes tamaña paradoja? Quia, no se entretengan partiendo los pelos por cuatro. Basta con que una consigna se repita un número suficiente de veces para que nadie, ni el que habla ni el que asiente, comprenda bien de qué habla o a qué asiente. Sucede lo mismo que en misa, cuando el cura dice «por los siglos de los siglos», y la grey contesta «amén». Las partes intercambian cláusulas litúrgicas, no opiniones; no dialogan, sino que reproducen una pauta verbal. Tal sostiene literalmente George Orwell en su pieza de 1946. Y añade: «Este estado de conciencia reducida contribuye eficazmente a la conformidad política».
¿Estamos presenciando ahora lo mismo? Hasta cierto punto, sí. El diputado o alto cargo socialista exclama «¡progreso!» y los militantes baten palmas con júbilo gregario e irracional, agitando banderas si por ventura les cae alguna al alcance de la mano. Ahí acaba todo. O ahí empieza todo. Suprimido el debate interno, elevada la adhesión inquebrantable a virtud máxima en un clima de enfrentamiento con la oposición irresponsablemente alimentado desde arriba, prevalece de modo fatal, sobre el disenso crítico, la salivación anticipatoria pavloviana, conocida también como reflejo condicionado.
Como no podía por menos de suceder en un país de larguísima tradición católica, la obsecuencia suele revestir en España formas impecablemente eclesiales. Ha sido penoso oír a personas con un pasado respetable confesar que la amnistía, la que ellos mismos habían condenado taxativamente antes del 23-J, es, sí señor, una cosa buena, pero que muy buena. Resultaba difícil, antes tales enmiendas o cauterios 'ex post, no acordarse de san Ignacio cuando nos advierte en 'Ejercicios espirituales' (Cuarta Semana, 13ª regla): «Debemos siempre tener este principio para acertar en todo: lo que yo veo blanco creer que es negro si la Iglesia jerárquica así lo determina». La renuncia a pensar está alcanzando dimensiones colosales, con un agravante. Y es que, aunque pongan su granito de arena el alineamiento oportunista o el interés, opera, de modo más perverso aún, el terror moral. El militante piensa que fuera hace mucho frío: su discernimiento se obscurece, su voluntad se engatilla, y acaba convirtiéndose, y cito de nuevo a Orwell, en «una especie de máquina». ¿Por qué no les he hablado del PP? Porque me preocupa menos que el PSOE, por dos razones. La primera es que, en una democracia, los partidos de derecha son menos importantes que los de izquierda. Mientras que la porción de sociedad que vota a una formación de derechas no suele necesitar a esta para conservar su identidad (las profesiones, la propiedad, ciertas inercias religiosas sirven para que se trabe lo que no logra agavillar la política), la base de izquierdas corre el riesgo de desparramarse sin el principio de organización que introduce un partido. La segunda razón es que el antiguo centro izquierda se está saliendo del esquema democrático de modo más rápido y alarmante que el PP. El último deja harto que desear desde múltiples puntos de vista. Pero ahí sigue, sin demasiadas ganas de echarse al monte.
Las señales que está enviando el PSOE delatan por el contrario (baste recordar el discurso atroz de Óscar Puente en el pleno de investidura de Núñez Feijóo, o la comparación de Felipe Sicilia de las togas con los tricornios) un acomodo crecientemente imperfecto de la organización en el alvéolo de la democracia liberal. Que Orwell vuelva a ser útil para analizar la realidad política en curso, debería ponernos sobre aviso. Periclitado el momento socialdemócrata, diluidas las clientelas socialistas tradicionales, trastocadas las agendas por las que se rigió el PSOE durante los ochenta y noventa del siglo pasado, han prosperado unas conductas que ni el más pesimista habría estimado verosímiles hace veinte años.