Casa de fieras
Pantallocracia
Ya no se redacta: se responde. No se elige la palabra exacta: se copia la que llega al móvil. No se dice: se comparte.
'Chateaux Relais Sotó Royale'
Cuando el filete eres tú
Hay un gesto, mitad tic nervioso, mitad superstición contemporánea, que se repite a diario millones de veces en todos los rincones del mundo: meter la mano en el bolsillo, tantear el rectángulo caliente, y respirar aliviado. El teléfono está ahí. Como si su ausencia ... fuese la de un pulmón, o peor, la de uno mismo. No crean que esto es un problema de adolescentes acomplejados pegados a Tiktok, atrapados en un bucle de vídeos absurdos que prometen felicidad instantánea. Es también el ejecutivo que revisa correos a medianoche, la madre que se pierde el primer paso de su hijo por responder un mensaje, o el anciano que, desorientado, intenta entender por qué su nieto prefiere un 'like' a una conversación. Las pantallas nos han vendido la ilusión de la inmediatez, pero nos han cobrado con creces: nuestra atención, nuestra paciencia y nuestra humanidad.
La dopamina que libera cada notificación es un anzuelo químico. Somos ratones en un laboratorio, pulsando botones para recibir migajas de placer. El problema no es la herramienta, sino el tonto que la empuña. Las pantallas no son el diablo; son un espejo que refleja nuestra incapacidad para poner límites. Nos han dado el mundo en un clic, pero hemos olvidado que el mundo real no cabe en una pantalla. Un buen ejemplo sería la raza de narcoasistentes a cualquier concierto de música que se pasan el bolo grabando vídeos larguísimos que guardan en el baúl de los momentos perdidos. La solución no pasa por quemar los móviles en una hoguera medieval, sino por recuperar el arte de desconectar, de leer un libro, de pasear sin rumbo, de conversar. Y esto, que parecería trivial, tiene una gravedad estilística de fondo: el idioma. Ya no se redacta: se responde. No se elige la palabra exacta: se copia la que llega al móvil. No se dice: se comparte. Las pantallas han colonizado nuestra manera de decir cualquier cosa. «Te escribo» ya no significa lo que significaba. «Nos vemos» rara vez implica un encuentro presencial. «Estoy contigo» puede ser un emoticono con cara llorosa y dos manos juntas. La sintaxis afectiva se ha simplificado hasta el dibujito y nuestra capacidad de observar se limita a poner la jeta delante de una pantalla intentando que la siguiente raya en forma de vídeo de cinco segundos nos coloque un poco mejor.
En ese viaje a la estupidez, también eliminamos el concepto de perder la pausa, el silencio entre dos frases, la página en blanco y el pensamiento no tutelado por una notificación La pantalla nos ofrece una vida sin espera, pero también sin profundidad. La prisa ha usurpado la idea. Y lo más inquietante es que se lo hemos agradecido porque pensamos que el mundo entero está al alcance de la yema de los dedos cuando, en realidad, vivimos escondidos en una celda con wifi y sin receta médica.
Apaguen el móvil de vez en cuando. No porque el apocalipsis digital esté cerca, sino porque la vida, la de verdad, sigue pasando fuera de ese rectángulo que llevamos en el bolsillo. Tranquilos. Ahí está.