casa de fieras
Cuando el filete eres tú
En vez de recibirte un camarero lo hace un estudiante de Informática, que te obliga a descargar una aplicación móvil para materializar 'su orden'
En cifrado con libertad
Los Medici de nuestras cloacas
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Iniciar sesiónCada vez que un fondo de inversión pone el foco en algo nos deja a oscuras. No falla. Después de la vivienda, la nueva víctima en la cruz de su mirilla son los restaurantes.
Los restaurantes ya no necesitan cocineros. Necesitan ingenieros de computación, ... programadores, telecos y demás perfiles matemáticos. La comida es lo de menos. Salir a cenar se ha convertido en una prueba de acceso al MIT, una experiencia entre 'bytes' y códigos-fuente que está convirtiendo cenar fuera en una verdadera tortura. Todo empieza mal. Llamas a un sitio nuevo que tiene buenas referencias y contesta un asistente virtual que te pide los datos de la reserva. Después de cinco minutos al teléfono, recibes un mensaje con tu confirmación de mesa en terraza desde las nueve en punto hasta las diez menos tres minutos, hora en la que debes abandonar tu sitio porque el secreto de hoy en día es la rotación. Al llegar al restaurante todo empeora. En vez de recibirte un camarero lo hace un estudiante de Informática, que te acompaña a una mesa sin manteles mientras te obliga a descargar una aplicación móvil para materializar 'su orden'. Ya no se pide, se ordena. No se olviden de pulsar la opción de pan a 4'75/pieza, que volver a empezar es un lío para el que casi envían al servicio técnico.
Una vez descargada la aplicación y ordenado la bebida, no encuentro la opción de pedir hielo con el vaso. El correcaminos que nos acompañó a la mesa se detiene un momento y se lo digo. Me mira con cara de póquer, sonríe como una señora mayor después de ayudarla a cruzar la calle, y me recuerda que a las nueve y cincuenta y siete debemos dejar la mesa. Apuramos con la comanda. Le pregunto a mi acompañante si tiene alguna alergia o si le han operado de algo en los últimos cinco años. No es cosa mía, aclaro. Los inversores cruzan datos con las aseguradoras. Creo que casi lo he conseguido cuando me interrumpe un programador sénior que me pregunta si deseo usar un programa de IA que nos ayude a elegir. He sobrepasado en dos minutos y cincuenta segundos el tiempo medio de duda por comensal. Están alarmados. Yo también. Le digo que no es necesario, que si tendría una carta en papel para elegir de manera más sencilla. Me mira con desprecio. Insiste y me aclara que, por ejemplo, si le digo a Ruby (nombre del programa) cuánto dinero me quiero gastar en el vino, me recomienda tres opciones ajustadas a mi bolsillo. Le digo de broma que paga ella y que Ruby es un poco machista. Me mira con más desprecio. Para rematar pregunto si sería posible que nos trajeran todo a la vez. No encontraba esa opción en la pantalla táctil. Imposible, mic mic. Se va. Eran las nueve y cuarenta y cinco y aún no habíamos comido nada. Debemos dejar la mesa.
Somos el producto de la comanda y a nadie le importa. Se postea. Puede que para cuando reaccionemos, las personas ya no merezcamos la pena.
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