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casa de fieras

Desmontando la 'madrileñofobia'

Es más fácil culpar al madrileño, que siempre está a mano

Mentirse a sí mismo

También esto pasará

Alfonso J. Ussía

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Hay un par de cosas que vuelven cada año como el turrón por Navidad: los titulares extremo-alarmistas ('España se derrite', 'Eclosión Nuclear del Agosto'), y la 'madrileñofobia'. La primera comienza en primavera, la segunda en cuanto un madrileño carga el coche con sombrilla, ... nevera y tablas de surf rumbo a la costa. No falla: en cuanto asoma una familia de Madrid por las carreteras nacionales, se activa un resorte ancestral en el espíritu del español medio que, como las cigarras, despierta con el calor. Lo curioso es que, en Madrid, los madrileños de pura cepa son desde hace años una minoría exótica, casi como los charlatanes en Galicia. El resto somos hijos de vascos, nietos de catalanes, sobrinos de andaluces, biznietos de cántabros o, en el mejor de los casos, mezcla de todo ello. Un madrileño es, en realidad, un español en versión concentrada, completa, pura. Criticar al madrileño es, en muchos casos, criticarse a uno mismo, lo cual tiene un punto de autoironía castizo. El argumento favorito contra el madrileño veraniego es el de la masificación. Como si uno se llevara el Bernabéu en la guantera en vez de en el corazón. Se queja mucho el hostelero de pueblo costero que hace la caja del mes con las cañas de esos mismos invasores. La saturación turística se achaca al madrileño, pero no a los alemanes que colonizan la hamaca del hotel desde las siete de la mañana ni a los barceloneses que conquistan la Costa Brava como si fuera el Perejil. Lo de menos es que el madrileño se gaste un dineral en restaurantes, alquile apartamentos a precios prohibitivos y sostenga con paciencia estoica las colas en chiringuitos lamentables. El madrileño paga, consume y, a cambio, recibe la condición de sospechoso habitual.

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