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Alfonso J. Ussía

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Esta semana hemos sabido que Zapatero quería terminar con ETA a toda costa. No importaba cómo ni por cuánto. Interfirió en lo del Faisán, propuso pagar dinero a cambio de paz, avisó de alguna operación en suelo francés y sacó al Partido Popular de ... la mesa de negociación para hacerle sitio a Otegui, su hombre de paz. Mientras, la banda terrorista agonizaba. La Guardia Civil y la Policía Nacional llevaban años perfeccionando la lucha contra los asesinos y sabían prácticamente todo de ellos. Conocían su estructura, sus movimientos, su 'modus operandi' y, sobre todo, los tenía perfectamente situados en la esquina del ring. A cada paso de la banda, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado le enganchaban otro croché. Si caía un jefe, lo hacía el sustituto en tiempo récord. No solo no levantaban cabeza, sino que estaban descabezados. Decapitados. Y fue en esa tesitura de absoluta debilidad, cuando Zapatero, al igual que los asesinos, decidieron dar un paso atrás. Sabían muy bien que delante había un acantilado. No se trataba de dejar de matar sino de sobrevivir.

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