LA TERCERA
Un obituario geopolítico para Gehry
La muerte de Gehry el mismo día en el que se publicó el documento que terminó con la alianza trasatlántica es un signo ominoso del final de una era llena de nobles ambiciones
Las nuevas métricas del poder
Disentir a tiempo del socialismo
Alejandro Zaera-Polo
Por casualidad estaba hojeando el documento que acaba de publicar la Casa Blanca con la nueva Política de Seguridad Nacional de Estados Unidos cuando me llegó un mensaje anunciándome que Frank Gehry acababa de morir. El enfado que sentía se tornó en una tristeza ... profunda y en una sensación de vértigo, como si la coincidencia de ambos eventos fuera una inequívoca señal de una pérdida irreversible. No me puedo considerar amigo de Gehry pero sí creo haberle conocido bastante. Lo conocí en 1989 cuando le entrevisté para 'El Croquis' en su famosa casa de Santa Monica, dos años antes de ganar el concurso del Guggenheim, y luego me lo crucé en múltiples ocasiones. La última vez que lo vi en persona fue para darle un doctorado 'honoris causa' en Princeton en 2013, durante mi decanato.
En lugar de hacer otro obituario con un listado más de sus obras, quiero centrarme en su 'modus operandi', que consistía en entender las fuerzas que existían alrededor de sus proyectos y aprovecharlas al máximo para construir los edificios. Otro ilustre colega, Rem Koolhaas, dice que la arquitectura es como el surf porque operamos en un mar de fuerzas que tenemos que aprovechar para hacer el proyecto. Pues bien, Gehry fue literalmente un avezado surfista en Redondo Beach en sus años mozos: «El surf me enseñó a sentir el movimiento del agua y el equilibrio encima de una ola. Esa sensación de deslizarse sobre algo vivo y cambiante nunca me abandonó», le diría al 'New York Times' en 2001. Cuando se hizo mayor cambió la tabla por un velero pero siguió jugando con las corrientes. Voy a explicar su proceso a partir de describir la mejor de sus olas, el Guggenheim Bilbao.
El Guggenheim es el mejor símbolo arquitectónico de la alianza trasatlántica que ha alimentado el orden global durante décadas y que Trump acaba de dinamitar con su política de seguridad nacional. La Fundación Guggenheim es de hecho la institución cultural norteamericana más trasatlántica, con una sede histórica en Venecia, donde vivió Peggy Guggenheim muchos años. La expansión a Bilbao y la futura sede en Abu Dhabi son la muestra de su estrategia globalizadora desarrollada bajo la dirección de Thomas Krens. Su presencia en este proyecto es vital en el momento en que esa relación trasatlántica se ha roto irremisiblemente.
Pero para entender la gestación de la ola Guggenheim hay que remontarse a la crisis del petróleo de 1973 y a la liberalización de aranceles causada por la entrada de España en la CEE en 1986, que habían destruido la industria siderúrgica vasca incluso antes de que China fuese admitida en la OMC en 2001. En 1991, cuando Gehry obtiene el encargo del museo, el País Vasco había perdido casi la mitad del empleo industrial que tenía en 1975. La brutal reconversión industrial impulsada desde Madrid había empujado a muchos jóvenes hacia el nacionalismo independentista más radical y alimentado el terrorismo de ETA que asoló el País Vasco durante décadas. El proyecto arranca desde el Gobierno vasco independentista-neoliberal del PNV, una verdadera singularidad política, que convenció a la Fundación Guggenheim para instalar una sede permanente en Bilbao que sirviese como detonador de la reconversión de la ría del Nervión, la zona industrial de Bilbao. Dice la leyenda que fue Eduardo Chillida, el artista vasco más internacional, quien ayudó al Ejecutivo vasco y al Ayuntamiento de la ciudad a establecer la colaboración con la Fundación, y quien recomendó un proyecto cultural que escapase de la dinámica local identitaria, representada por Jorge Oteiza, quien quería promover el 'arte vasco'. Desde su mismo inicio, el Guggenheim era parte de una operación de reconversión económica y de desarrollo urbano, pero también supuso una maniobra cultural frente al creciente nacionalismo independentista, que veía el desmantelamiento de la industria local como una traición del Gobierno central. Ardanza había entendido que para proceder con la reconversión industrial había que 'desidentitarizar' el País Vasco. Gehry era el arquitecto ideal para esa misión porque en realidad se llamaba Ephraim Owen Goldberg y era un judío askenazi canadiense que se había cambiado el apellido en 1954 para evitar el antisemitismo. No sé si sufrió mucho antisemitismo, nunca hablé con el sobre esto. Mi hipótesis es que no quería ser encasillado en identidad de grupo alguna: quería ser un individuo, un ciudadano liberado de expectativas, prejuicios y estereotipos identitarios.
Pero la ola Guggenheim era poderosa no solo a través de sus economías políticas y humanas sino también de sus ecologías materiales. Y como avezado surfista, Gehry hizo lo que en el argot se llama 'un combo' a base de encadenar dos olas. Desde el inicio del proyecto, el Guggenheim iba a ser de acero vasco brillante, como la futura ría. Pero para construir esas superficies escultóricas había que usar acero inoxidable de 2 o 3 milímetros, espesor que requería premoldeado. Esto era inviable económicamente. Pero Frank no era un arquitecto de salón, se había curtido trabajando para Victor Gruen, el arquitecto que inventó la tipología del centro comercial suburbano en EE.UU. en los 70, y había trabajado mucho para los promotores comerciales más duros de roer, antes de hacerse 'artista'. Tenía el colmillo retorcido y un enorme interés por los materiales y sus economías.
A través de un contacto en Lockheed Skunk Works,―los fabricantes del SR-71 Blackbird –un cazabombardero 'curvaceo' hecho de titanio en un 85 por ciento–―se enteró de que el precio de este metal estaba por los suelos: la URSS, el mayor productor mundial de titanio, había colapsado en 1991 y la demanda militar soviética había desaparecido. Las fábricas estatales inundaron el mercado con toneladas de titanio de alta pureza a precios de saldo. Las sanciones occidentales para comprar titanio soviético habían desaparecido y el precio se había desplomado respecto a los picos de la Guerra Fría. Frank tenía bien ensayado este movimiento: contactar con los fabricantes e intentar seducirlos con un proyecto artístico. Lo había hecho ya con los fabricantes de cartón ondulado, chapa corrugada y malla metálica, aunque no siempre le había salido bien. Siempre contaba que los productores de malla metálica le habían mandado a paseo diciéndole que vendían más material del que podían fabricar y no necesitaban ideas geniales para abrir mercado. Con oportunismo de surfero contactó con los proveedores y logró fabricar la envolvente con láminas de menos de medio milímetro de espesor que no necesitaban preformado para ajustarse a las geometrías del proyecto. No exagero cuando digo que el Guggenheim solo se pudo hacer gracias al colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría. Esa si que era una ola…
Supongo que con la guerra de Ucrania de fondo, y la nueva geopolítica de la ley del más fuerte que queda reflejada en el plan de seguridad de Trump, el precio del titanio volverá a estar por las nubes. La carrera armamentística que se avecina va a dirigir los excedentes que se gastaban en hacer edificios como el Guggenheim a comprar misiles y bombas. Seguridad militar en vez de riesgo arquitectónico. La espuma final de las olas de Gehry no me apena por él, que pudo cabalgarlas a gusto y hacer maravillas con ellas. Me da pena por los que nos quedamos en esta miserable playa post-global en la que campan a sus anchas los dictadores y los criminales de guerra. La muerte de Gehry el mismo día en el que se publicó el documento que terminó con la alianza trasatlántica es un signo ominoso del final de una era llena de nobles ambiciones y del comienzo de otra llena de molduras doradas de dos dólares la unidad.
es arquitecto
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