LA ALBERCA
Paisaje de enebros muertos
Las gaviotas de hierro han vencido a las llamas, pero da escalofríos ver la línea del fuego a un metro de las casas
Desde un pueblo del Sur del Estado
Puente, el as de bastos
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Iniciar sesiónEl estallido blanco de los muros de agua, altos, fuertes y efímeros, es la bilis del mar. El poniente levanta las marucas, las algas, el azul y la espuma más allá de la berma que se traga los cuerpos cuando van a bañarse como un ... monstruo marino y construye un mosaico de conchas y de piedras en la orilla calada. La silueta de África se recorta en el viento. El colmillo afilado de Trafalgar alumbra con su cal el Atlántico. Y detrás, con España a su espalda, la sierra de la Plata es carbón, una falda enlutada que ha entregado su verde al vaivén del océano. Han rolado los aires, el levante ahora duerme y las olas no sudan. Hoy tiritan las sardas. Es más claro el paisaje sin las brumas de arena, más lejana la vista. Y la línea del fuego se distingue perfecta desde el pueblo vigía. La galaxia de casas de Atlanterra aún reluce desde el sol de Vejer, el dragón ha indultado al refugio alemán, le ha enseñado su averno y su lengua ha lamido las vallas del edén, pero el llanto del mar le ha parado en la puerta. Las gaviotas de hierro han vencido a las brasas y los hércules rojos le han dormido las tripas a la fiera insaciable. Un entierro de enebros, de sabinas y gramas aún humea en la dunas y los buitres ondean con sus alas abiertas los molinos de viento. Las aves del Estínfalo de los griegos del garum. En la Punta de Gracia, camarinas quemadas, los salientes rocosos aún conservan cenizas y las vacas retintas buscan verdes perdidos por paisajes oscuros. Sólo queda el roquedo, la escalera de piedra, el barrón amarillo con su tallo invencible, los charranes que cruzan el Estrecho a diario como ferrys que llevan pasajeros de vuelta hasta el puerto de Tánger. Y también la esperanza. El alto acantilado. Desde arriba del todo el paisaje quemado del Cañuelo a Zahara es un círculo negro. Uno más de la tierra que ha cedido a Vulcano. Pero el son de las orcas y la danza de atunes que regresan despacio han vestido las aguas de color verdemar, como un manto que el sol ha bordado al morir de arreboles y platas.
En mitad del erial de la sierra arrasada todavía florecen matagallos, palmitos, una flora pirófila que en un tris reforesta las ingestas carnífices, resilientes torviscos con sus bayas en alto celebrando el triunfo. En sus nombres vulgares ya lo llevan escrito: los espinos de fuego, tomatitos del diablo, siemprevivas, limonios, quitasueños, chicorias, las hieles de la tierra y el diente de dragón. Ni la mano hegemónica de los locos que vierten combustible en las ramas cuando el viento entra en cólera matará a la dehesa. Sólo puede dañarse a sí mismo el pirómano. Porque el bosque de España resucita y florece. Pero el alma del hombre se evapora en la línea que se ve desde el mar, esa raya de infamia que ha trazado la inquina. Verdinegro paisaje. Es la bella y la bestia ese duelo de arbustos contra el mar de cenizas. Esa línea divide los dominios humanos: la belleza ha ganado al oprobio salvaje. Y las olas levantan una espuma de rabia que se come la playa. Y suspira el poniente estos fríos tan hondos que nos cuajan las lágrimas. Menudo hijo de... Ay.
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