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Alemania y el euro

«¿Se salvará Europa, se salvará el euro? La mayoría de los europeos están convencidos de ello. Pero fuera no todos lo creen y hay quien opina que haber unido Europa y creado una moneda común sin haber armonizado las políticas económicas y fiscales de sus miembros es inviable»

POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL

LOS he uncido porque el euro viene a ser la materialización de un sueño alemán: el sueño de la Europa unida. No haber pertenecido al Imperio Romano es la más antigua de las frustraciones alemanas, y ya que la historia no puede deshacerse, se han pasado la suya tratando de reconstruirlo, primero, con el Sacro Imperio Romano Germánico, luego con los más diversos intentos, como el de nuestro Carlos I, V de ellos, y el último, el más fallido de todos, el de Hitler. Lo curioso es que la ocasión les llegó tras ese fracaso, con toda Europa en ruinas. Aunque desde las ruinas se levanta mejor la casa común. Alemania ha sido el motor y tesorero de la Europa Unida, ese club de lujo que atrae gentes de todo el planeta por su arte, libertades, servicios sociales y nivel de vida. No ha conseguido todavía convertirse en unos Estados Unidos de Europa, pero ha logrado una moneda común más fuerte que el dólar, el euro, que ha venido a simbolizar la realización de ese sueño.

Y miren ustedes por donde, cuando creíamos haberlo alcanzado, se nos dice que corre peligro, no sólo el euro, sino la casa común. Porque «si el euro fracasa, fracasa Europa» ha dicho nada menos que Angela Merkel en Davos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede fracasar el experimento más exitoso de la historia? Pues porque también se puede uno morir de éxito, y no hay duda de que el éxito de la Comunidad Europea se le ha atragantado. Por lo pronto, ha querido ir demasiado rápida. Mientras era un club de seis naciones de parecidas características y similares economías, su funcionamiento no ofrecía mayores dificultades. Pero cuando se amplió a doce, a quince y, luego, a veintisiete miembros, con enormes discrepancias entre ellos, la cosa comenzó a complicarse. Quiso subsanarse con una moneda común a modo de argamasa, y puede que haya sido la grieta. Adoptar una moneda común sin haber adoptado antes una política económica común es muy arriesgado, pues se corre el riego de que algunos socios gasten más de lo debido, al disponer de una moneda más fuerte que sus posibilidades. Que es lo que ha ocurrido. Con dracmas, escudos y pesetas, los griegos, portugueses y españoles no podían ir a Nueva York a hacer compras. Con euros, sí. Lo malo es que sus economías nacionales no respondían a la deuda que iban generando tanto fuera como dentro de su país. Faltaba sólo la gran crisis que ha sacudido la escena internacional como un terremoto, para que quedase al descubierto ese defecto de fábrica tanto del euro como de la Comunidad Europea. Se había empezado a construir la casa común por el tejado.

Hoy es tarde para corregirlo y lo que intenta hacerse es apuntalarla. ¿Cómo? Pues inyectando dinero a los que amenazan quiebra y obligándoles a ajustarse a sus verdaderas posibilidades. Algo que sólo puede conseguirse con recortes drásticos en sus prestaciones sociales y en su nivel de vida. No puede continuar que los alemanes se jubilen a los 67 años, y los griegos, a los 62. O que ellos tengan un copago en sus servicios médicos, y los españoles, no. Que Alemania viese deteriorarse sus autopistas, al tiempo que financiaba nuestras autovías. O que los impuestos irlandeses a los beneficios de las inversiones extrajeras fueran sólo un tercio de los que los que las hacen pagar en otros miembros de la unión. Había que armonizar la política económica y los impuestos de todos ellos si quería mantenerse que estábamos ante una auténtica comunidad. Los severos planes de reajuste impuestos a los que han vivido por encima de sus posibilidades es la primera consecuencia de ello.

¿Se salvará Europa o, lo que es lo mismo, se salvará el euro? La inmensa mayoría de los europeos lo aseguran. «El coste de romper el euro sería tan grande que nunca ocurrirá», dicen. Pero fuera no todos opinan lo mismo y en el Reino Unido, se considera posible. No sólo por haber antecedentes históricos —ya hubo, en 1865, un intento de implantar una moneda única en Francia, Bélgica, Italia y Suiza, como en 1875, otro entre Suecia, Noruega y Dinamarca— que fracasaron, sino también por razones técnicas, expuestas por Ed Balls, un editorialista del «Financial Times» que convenció a sus gobiernos conservadores y laboristas de que no adoptasen el euro porque «Europa carece de un sistema de impuestos federales que igualan las divergencias de las divergentes economías de sus estados, como ocurre en Estados Unidos». Tesis adoptada por Norman Lamont, Chancellor of the Exchequer bajo Mrs. Thatcher, que decía: «Siempre he dicho que el euro se romperá. No tras la primera crisis, sino tras la siguiente. Este no es, al fin y al cabo, un proyecto común, sino un proyecto político».

Hay que descontar de tales pronósticos ingleses su reticencia instintiva a ver unirse Europa, the Continent como ellos la llaman, para poder imponerse sobre ella, que hoy no tienen sentido. Pero que existe ese peligro lo demuestra la intranquilidad reinante en la última cumbre de Davos y las medidas que se están tomando para rescatar a los miembros más vulnerables de la Comunidad. Se hizo con Grecia, se hizo con Irlanda y ha intentado hacerse con Portugal, pero los portugueses, no sabemos si por orgullo o por estar más seguros de sí mismos que los demás, han rechazado la oferta. La incógnita es España. Su economía es mucho mayor que la de Grecia, Irlanda o Portugal, por lo que rescatarla requeriría mucho más dinero. Los cálculos que se barajan van de 350.000 millones de euros a 700.000 millones. Y aunque la Comunidad Europea ha decidido ampliar el fondo de rescate, tal palo iba a dejar sus arcas vacías o semivacías, perspectiva muy poco agradable.

Aparte de que muchos alemanes empiezan a estar hartos de rescatar a sus socios manirrotos y aunque la unidad europea sigue siendo uno de sus sueños, hay sueños demasiado caros y las encuestas arrojan que alrededor de la mitad sienten nostalgia por el marco. Aunque también hay que advertir que una declaración de quiebra española afectaría a Alemania no sólo en sus sueños, sino también en sus realidades: sus bancos y su industria tienen cuantiosas inversiones en nuestro país, que naturalmente acusarían el golpe.

De ahí también la visita que se anuncia de la cancillera a nuestro país, acompañada de su equipo económico. Viene a ver si estamos haciendo los deberes, cumpliendo lo prometido por nuestro presidente, a animarle y animarnos a cumplirlo.

Personalmente, puedo añadir lo siguiente: visito Alemania por razones familiares todos los años, y ya hace tres aprecié que se ajustaban a la crisis. «Este verano no hay vacaciones fuera. Hemos decidido ir al Mar del Norte». «Quince días, en lugar de un mes». «Las comidas en el restaurante los domingos, ahora, en casa». «Continuamos con el viejo coche» y cosas por el estilo.

Hoy, están saliendo de la crisis. Pero se ven arrastrados hacia el foso en que han caído otros por improvisación, frivolidad o, simplemente, ignorancia. E incluso, acusados de insolidarios y culpables de que la crisis se prolongue, ellos, que han contribuido más que nadie a una Europa unida y han hecho lo que tenía que hacerse para afrontar la crisis. Pero estas son cosas de la vida. Lo importante es lo que ha dicho su cancillera, que si fracasa el euro, fracasa Europa. Alemania ha hecho y está haciendo lo posible para que no fracase. Pero Alemania sola no puede salvarlo.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL ES PERIODISTA

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