Vive despacio, muere viejo y deja un bonito cadáver
Contaba Paul Newman en una entrevista casi reciente que el secreto de su matrimonio era la perfecta división de poderes que había pulido junto a su mujer; Joanne se ocupaba de las pequeñas cosas, como elegir el colegio de los hijos, y él se encargaba ... de las cuestiones realmente importantes: la política exterior americana, la crisis del petróleo... Hay que ser un genio para asumir las propias limitaciones hasta ese punto, sin esconderlas ni compadecerse. Y ese es el auténtico secreto que le permitió desarrollar una carrera ejemplar, además de su descomunal talento y de la tenacidad y paciencia con la que supo destilarlo, pese a que, deslumbrados por su belleza, crítica y público se lo discutieron durante décadas.
Paul supo cocer su biografía a fuego lento. Su pasión por las carreras fue la única válvula de escape que se permitió en vida. En el resto de facetas, hizo todo lo contrario de lo que se espera de una estrella y, quizá por eso, se convirtió en la más grande y duradera de todas. El mito no necesitó nunca salirse de los límites del celuloide. Renegó de los escándalos y vivió a su ritmo. Incluso su divorcio resultó aburrido, para las exigencias mínimas de un programador de telebasura. Después, tuvo la osadía de pasarse cincuenta años con la misma tía, aún más sosa. Ni una borrachera, ni una detención con foto, ni una mala puta se cruzaron en su camino, mientras el viejo acumulaba las arrugas más bellas que imaginó eslogan alguno. Paul, asesino de tópicos, ni siquiera coqueteó con el bótox. Así ha muerto, rodeado de una dignidad que a muchos les tiene que parecer indecente.
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