TERRITORIO CONSTITUCIONAL
EL espacio es un referente común en la vida y el pensamiento del hombre. En un reciente libro dedicado a Eduardo Chillida, Elogio del Horizonte, se nos recuerda que para filósofos como Aristóteles, Descartes, Leibniz -que acuñó incluso la expresión «análisis situs»- o Heiddeger, hasta ... científicos, como Einstein, y matemáticos, como René Thom, el espacio se vislumbra como un atributo consustancial a la materia. Un espacio que, cuando hablamos del Estado, recibe la denominación de territorio.
El examen del Estado constitucional impone el análisis, sin embargo frecuentemente postergado, del territorio nacional: del Estado como marco territorial y del territorio como uno de sus elementos nucleares. Todo Estado constitucional, y el nuestro no es una excepción, se encuentra constituido simultáneamente por tres elementos. El primero, el pueblo, a quien se atribuye la soberanía, y del que emanan todos sus poderes. El segundo, el poder político, legítimo y legal, pues se afinca en una Constitución democrática. Y, finalmente, el territorio, el ámbito geográfico que lo conforma y permite desplegarse. No es concebible un Estado sin la concurrente disponibilidad y sujeción a un territorio. El Estado se revela como el proyecto político de un pueblo erigido sobre su exteriorización física: el territorio.
La comunidad de espacio es así una condición obligada. En ausencia de territorio no existe Estado real, ni Constitución verdadera, ni régimen constitucional vertebrado. Piénsese, por ejemplo, en el ejercicio de las libertades de circulación y residencia, o en los derechos de asilo o refugio; o, por qué no, en la misma noción de nacionalidad. El territorio forja, de manera considerable, el modo extrínseco de ser y estar del Estado.
En este sentido el territorio perfila la estructura del Estado a través de tres manifestaciones. En primer lugar, de su potestas sobre todos, con independencia de particulares cualidades y de posibles vinculaciones singulares con quienes nos gobiernan. Cumple pues un papel de despersonalización del poder, de dignificación de la obediencia política, de unificación jurídica y de afirmación de la igualdad entre los miembros de la comunidad. Además el territorio articula, en segundo término, el contexto donde el Estado impone su imperium, predeterminando y haciendo cumplir la validez, eficacia y justicia del Derecho, posibilitando una ordenada clarificación de su hacer, y redistribuyendo eficientemente el poder político. Y, por fin, el territorio es una explicitación de su dominium, ya que el Estado se muestra como su titular soberano.
Una trascendencia que explica la atención, aunque adopte modalidades diferentes, del constitucionalismo. La primera, las Constituciones especifican su extensión y, por tanto, sus límites, lo que sucede en aquellos países con frecuentes ocupaciones externas y conflictos fronterizos (artículos 9 y 10 de la Constitución de Honduras de 1982 o artículo 5 de la Constitución de Costa Rica de 1949). La segunda, se hace referencia a determinados territorios, como, por ejemplo, la mención singularizada de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla (Disposición Transitoria Quinta de la Constitución). Y, finalmente, los Textos constitucionales que proclaman además su indivisibilidad; véase el artículo 1 de la Constitución francesa de 1958, que prescribe la naturaleza de «República indivisible», el artículo 5 de la Constitución italiana de 1947, que habla de «República, una e indivisible», o el artículo 2 de la Constitución española de 1978, que consagra «la indisoluble unidad de la Nación española».
Por eso, cuando se esgrimen desleales derechos de secesión, ficticias potestades de autodeterminación, forzadas incorporaciones de territorios de otras Comunidades Autónomas, imposibles competencias arrogadas de ordenación territorial, burdas alteraciones de fronteras o insensatas modificaciones de los límites geográficos del Estado, se impone un saludable recordatorio sobre los rasgos de nuestro territorio constitucional.
Primero. Su naturaleza única. El ámbito geopolítico del Estado español es el resultante de una Historia común, milenaria y enriquecida con las peculiaridades de sus «nacionalidades y regiones». El artículo 1. 1 declara, abriendo la Constitución, que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho», mientras el artículo 56. 1 indica que «el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». El ex presidente uruguayo Sanguinetti lo ha expresado con lucidez: «Cuesta comprender, muchas veces, cómo esa España exitosa todavía discute su identidad con vascos, catalanes y gallegos, a quienes vemos todos bajo la misma bandera».
Segundo. Su carácter indivisible e indisponible. Las Partidas de Alfonso X El Sabio señalaban ya su indivisibilidad: «El señorío del Rey nunca fuese departido ni enajenado». Y, en la actualidad, el mentado artículo 2 de nuestra Carta Magna no deja tampoco resquicio: «indisoluble unidad de la Nación española». Su indisponibilidad impide, por su parte, inventadas y desafortunadas cotitularidades y cosoberanías. Un Estado español que está hormado, en consecuencia, desde su intangible clausura e impermeabilidad.
Tercero. Su dimensión institucionalizada e inalienable. No cabe la personalización, ni la cesión de sus partes. La Constitución de Cádiz mandaba ya que «la Nación española no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (artículo 2). Y hoy, por ejemplo, el artículo 97. 1 de la Constitución holandesa manda a las Fuerzas Armadas proteger los intereses del Reino y fomentar el ordenamiento jurídico internacional, mientras el artículo 8 de la Constitución española encomienda a las Fuerzas Armadas velar por su integridad territorial. La futura Constitución europea proscribe también la alteración de las fronteras de sus Estados.
Cuarto. El territorio común satisface una garantía de solidaridad e igualdad, ya que asegura a todos los ciudadanos unos mismos derechos y obligaciones, así como un adecuado equilibrio social y económico interterritorial entre sus distintas partes.
Así las cosas, el territorio no predetermina hoy el telos de la comunidad, ni la essentia del Estado, pero sí la previa subsistencia e integración de su voluntas compartida. Por ello las palabras con que Carl Schmitt pone fin a su Diálogo de los nuevos espacios son metafóricamente aleccionadoras: «Así creo yo, que después de una noche de amenazas por bombas atómicas y horrores semejantes, el hombre despierta una mañana y se reconoce, con gratitud como hijo de la tierra firme». Cuidemos pues la preservación de nuestra tierra más firme, del cuerpo cuajado, cual traje inseparable, de la España constitucional.
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