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Los sueños y las islas

En el fondo, somos como los archipiélagos: estamos rodeados por los demás, pero siempre solos. Hay que encontrar una isla.

Pedro García Cuartango

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Las islas tienen la virtud de evocar un mundo de fantasía porque cada una es un misterio. Leí hace muchos años una frase similar en una novela de Agatha Christie y no la he olvidado. Y siempre me he sentido atraído por las islas.

Muy cerca de Bayona, el lugar donde veraneo, se hallan las Cíes, un paraíso natural que se puede recorrer a través de diversos senderos. Hay un faro en la isla norte desde el que se contempla un maravilloso paisaje. Y una playa, la de Rodas, con una arena que recuerda las mejores playas del Caribe.

El litoral de las Cíes que está orientado hacia la costa gallega tiene una exuberante vegetación. Pero la parte que mira al Atlántico esta formada por paredes cortadas a pico donde no crece ni una brizna de hierba. Todo es pura roca batida por las olas. Resulta un paraje desolado e inhóspito, como si jamás hubiera sido hollado por el hombre.

Más hacia el norte se encuentra la isla de Ons, que perteneció el siglo pasado a un filántropo que construyó una fábrica de salazones. Todavía viven unas decenas de familias de pescadores, acostumbrados a las fuertes rachas de viento que asolan el lugar. Ons es un espacio privilegiado para observar aves marinas, especialmente cormoranes. Vista desde lejos, parece el caparazón de una tortuga. Sus acantilados son espectaculares.

Y todavía más al norte, se halla el islote de Sálvora frente a la ría de Arosa. En 1921, tuvo lugar allí un terrible naufragio en el que murieron más de 200 personas al chocar contra las rocas el buque vapor Santa Isabel. De noche y en medio de una pavorosa tormenta, los habitantes de Sálvora lograron salvar decenas de vidas tras demostrar un comportamiento heroico.

El acceso a estas islas está hoy afortunadamente restringido porque su riqueza ecológica y su belleza atraen a muchos visitantes. Es posible bañarse en sus playas, pero resulta poco aconsejable porque el agua está helada. Pero no resulta difícil ir en barco desde alguna de las localidades costeras que ofrecen un servicio regular.

Cada vez que visito estas islas siento envidia por las pocas personas que viven en estos parajes aislados y salvajes. Sueño con pasar un largo invierno en una acogedora cabaña, rodeado de libros y junto a una chimenea. Nada me gustaría más que pasear por esos acantilados abruptos mientras las olas chocan furiosamente contra las rocas en una tarde de lluvia.

Y es que, a pesar de que he vivido en grandes ciudades las últimas cuatro décadas, todavía no me he acostumbrado al asfalto, las calefacciones y los ruidos urbanos. Añoro la niebla y los vientos de mi infancia y la sensación de vagar por las orillas del Ebro.

Las islas invitan a la soledad y al recogimiento interior. Y también son escenarios de encuentro con desconocidos o con fantasmas, como me sucedió en Belle-île en Bretaña cuando merodeaba por el caserón donde se había retirado Sarah Bernhardt y se me apareció una joven vestida de blanco en bicicleta.

Yo era muy joven y me pasaba las tardes mirando al mar en los espectaculares acantilados de la isla francesa. Ni siquiera sabía quién era Sarah Bernhardt hasta que vi una foto suya en el jardín de la mansión a la que había huido para escapar del mundanal ruido.

Cada vez hay más gente que deja las ciudades y vuelve a su pueblo o a algún lugar aislado para envejecer. La vida en las grandes urbes es demasiado agitada y sobresaltada cuando se cumple una edad. En el fondo, somos como los archipiélagos: estamos rodeados por los demás, pero siempre solos. Hay que encontrar una isla.

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