Tribuna abierta
Vidas rotas
«Es difícil entender que un Gobierno acuda a solicitar la ayuda de un grupo político que tanto mal ha causado y que además se permite exigir contrapartidas para hacer más ligera la carga de sus penas»
Soledad Becerril
Así se llama el libro de R. Alonso, F. Domínguez y M. García Rey que contiene breves biografías de las víctimas de la banda terrorista ETA, desde 1966 hasta 2010. Entre sus páginas está la de Gregorio Ordóñez, diputado en el Parlamento vasco y teniente ... de alcalde donostiarra del PP, asesinado hace ahora veinticinco años. Está también la de Alberto Jiménez Becerril, diputado en el Parlamento de Andalucía y teniente de alcalde de Sevilla, y de su mujer Ascensión García Ortiz, asesinados hace también ahora veintidós años, y las de tantas otras personas, niños y mayores, hasta llegar a la cifra de 864 víctimas. Los autores del libro hicieron una importante labor de recopilación que muestra que las víctimas fueron personas muy diversas por su edad, afiliación política, si la había, por sus profesiones y por sus vidas. A todas ellas les debemos reconocimiento, aunque pasen los años.
Por el contrario, me parece una necedad y una falsedad afirmar que recordar los atentados de ETA puede beneficiar a alguien. También lo es decir que hablar del terrorismo significa su banalización o que no contribuye a la convivencia. No hay beneficio alguno tras un atentado; nadie gana nada y todos perdemos, incluidos los autores, como bien saben los cerca de 250 que están en la cárcel y los que han pasado por ella, aun cuando reciban aplausos de sus compatriotas después de cumplir su pena. Y afirmar que es mejor dejar de recordar lo que ha causado el terrorismo porque así «no se construye la paz y la convivencia», como dicen algunos representantes políticos, sí que es una banalidad, es decir, una insustancialidad, porque recordar los dramáticos hechos de más de cuatro décadas de la historia de una nación no es ninguna trivialidad, sino algo que por su gravedad merece ser estudiado y explicado a quienes no conocieron esos tiempos.
La presencia de partícipes, unas veces, y otras de herederos de la banda terrorista en el Congreso de los Diputados no es un hecho nuevo, pues ya estuvieron desde 1979, y lo han hecho también en el Senado, bajo diversos nombres después de la ilegalización de Batasuna en marzo de 2003 por sentencia unánime del Tribunal Supremo, tras la demanda promovida por el Partido Socialista y el Partido Popular.
Tampoco, pues, conviene olvidar cómo estos dos partidos supieron ponerse de acuerdo cuando las circunstancias lo exigieron, ni tampoco olvidar las actuaciones bien documentadas del juez Baltasar Garzón que demostraban el entramado económico y político de la banda terrorista y su vinculación con Batasuna, pese a lo cual personas «bien pensantes» vaticinaron que la ilegalización haría caer sobre nuestras cabezas todos los males del mundo, y no fue así.
Recordar estos hechos viene a cuento tras escuchar, con ocasión del reciente debate de investidura, afirmaciones de que la derrota de ETA fue obra de gobiernos socialistas. Eso no es cierto. La derrota se consiguió mediante muchas acciones a lo largo de varias décadas bajo gobiernos de distinto signo político, Unión de Centro Democrático, Partido Popular y Partido Socialista; mediante la continuada actuación de las Fuerzas de Seguridad en operaciones arriesgadas; mediante la perseverante acción de la Justicia, mediante la resistencia de las familias de las víctimas que jamás se tomaron la Justicia por su mano, que sólo pidieron la aplicación de la ley y que en muchas ocasiones se encontraron muy solas; mediante la presión hacia la banda terrorista que, llegado un momento, se decidió a hacer el pueblo español con el empuje y protagonismo de profesores, escritores y de personalidades destacadas en distintas disciplinas que clamaron contra el terror y movilizaron a la opinión pública; mediante medidas tales como la dispersión de los presos tomada por un Gobierno socialista, y mediante la colaboración de Francia, que durante mucho tiempo se había negado a prestarla.
Es muy feo arrogarse, a estas alturas de la lucha contra la banda, el haber sido protagonistas únicos, porque no es cierto, y porque se proclama ahora con el objetivo de mostrar autoridad moral a la hora de pedir el apoyo de los actuales herederos de aquellos, que pese a un nuevo nombre, su corazón y su mente están con quienes empuñaron las armas y no lo pueden ni quieren disimular. Es difícil entender que un Gobierno acuda a solicitar la ayuda de un grupo político que tanto mal ha causado, que resulta muy doloroso para muchos españoles y que además se permite exigir contrapartidas para hacer más ligera la carga de sus penas. Y probablemente veremos cómo se atiende a ellas. Es difícil de entender e imposible de compartir.
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Soledad Becerril fue defensora del pueblo
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