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Editorial

Sánchez nunca quiso negociar

El daño infligido a la credibilidad de la clase política y a la confianza de los votantes será difícil de reparar

ABC

El cruce de reproches y acusaciones con que se ha cerrado el debate de investidura de Pedro Sánchez representa el mejor resumen de una legislatura no solo fallida, sino reveladora de una forma de entender la política que va contra el interés general de España. Como mal menor, el fracaso parlamentario de la iniciativa socialista evita que España vuelva a caer -solo de momento- en manos de un gobierno secuestrado por el voto de la extrema izquierda, el separatismo catalán y los herederos de ETA. El daño infligido a la credibilidad de la clase política y a la confianza de los votantes, sin embargo, será difícil de reparar.

Podemos y el PSOE aparecen como responsables de una crisis institucional que tiene su origen en la táctica autodestructiva de una izquierda que desde el siglo pasado predica el diálogo y practica la exclusión, pero todos los partidos corren el riesgo de salir marcados y tocados de un proceso frustrante para la opinión pública, un electorado que tiende a generalizar su rechazo a lo que entiende por clase política y que tras lo sucedido en los últimos días vuelve a ser presa del desaliento. No puede ser este el balance de la guerra particular que, de espaldas al interés general, Pedro Sánchez declaró a Podemos para recuperar la hegemonía de la izquierda. En eso ha consistido todo su plan renovador, concentrado en un segundo discurso de investidura dedicado en exclusiva a Pablo Iglesias. Ahí empieza y termina su idea de España.

Predeterminado por su estrategia, el líder del PSOE nunca quiso negociar con Podemos, sino aniquilarlo a través del sometimiento, hacerlo irrelevante hasta una nueva campaña electoral con la que ampliar su número de escaños y su margen de maniobra. Los cantos de sirena lanzados por Sánchez al PP y Ciudadanos no han pasado de ser la coartada para el segundo frente de batalla abierto por el secretario general socialista, decidido a aumentar su área de influencia por la izquierda de Podemos y también por el centro que teóricamente quiso ocupar el partido de Rivera, descolocado y sobreactuado como aspirante a líder de la oposición. Pedir la abstención del PP sin contrapartidas, para desarrollar una política incierta y cuyos precedentes no han podido ser más lesivos para España, tampoco ha sido una opción. Quizá lo sea, de aquí a septiembre, si Sánchez aprende de sus errores, rebaja su ambición y comienza a conjugar el verbo negociar, en esta ocasión por España.

Para el PSOE no había planes para España. Ni siquiera existía el problema catalán, ignorado a lo largo y ancho del programa electoral redactado por Ferraz y evitado durante las dos horas que duró el discurso de investidura de un Sánchez que al día siguiente, el pasado martes, toleró todos los agravios con que sus socios de moción de censura vejaron al Estado de Derecho y el orden constitucional. Que Gabriel Rufián se convirtiera ayer en mediador de la crisis entre PSOE y Podemos, mesías de la gobernabilidad de España, pone de manifiesto la altura del compromiso de Pedro Sánchez, que no ha dudado en alardear de sus “convicciones”, con nuestro modelo de Estado. Nunca hubo una guerra de sillones, como trata de simplificar la izquierda, sino una lucha por la supervivencia entre dos partidos cuyos líderes han mostrado estos días su peor perfil político, quizás el único que pueden ofrecer a la sociedad.

La falta de principios éticos, la impostura y el despecho cierran una página negra del parlamentarismo español. Corresponde al líder del PSOE, desde ahora y hasta que disuelvan las Cortes, explicar a los españoles qué tipo de izquierda quiere representar y proponer. Sus métodos y su fines ya los conocemos y no han funcionado, menos aún con el “socio preferente” que eligió para sacar a Mariano Rajoy de La Moncloa, única gesta política que, después de someter al PSOE, tiene en su haber el candidato Sánchez.

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