Vivimos como suizos
El bien
Irene Montero es igual que Amélie, siempre arreglando la vida de los demás
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Iniciar sesiónPor el reestreno en salas, son días de odiar o amar a ‘Amélie’. Como siempre, días de escoger bando. Banda. Ya la tenía cuando la vi por primera vez. Lo peor es que viendo ahora a Amélie Poulain me acuerdo de Irene Montero. O viendo ... a Irene Montero me acuerdo de Amélie. ¿A qué ha venido Irene Montero al mundo? Pues a lo mismo que Amélie Poulain, a arreglar la vida a los demás. A intervenir en la vida de los demás para hacerlos felices. Nada tengo en contra de lo cursi mientras no me toque las narices con sus puntillas. Ya saben que «la ‘ley Trans’ aumenta las oportunidades de felicidad de la gente». Lo dice Montero la Chica. Muy bien. Nadie razonable está en contra de los derechos de quien no los tiene. Pero una cosa son los derechos y otra el derechizaje (¿izquierdizaje?). O que los derechos de unos acaben yendo contra otras personas (han invertido la carga de la prueba si se trata de motivos relacionados con la discriminación LGTBI). Oigo sus palabras y, de fondo, la pelmaza música de Yann Tiersen y, miren, preferiría la de Jerry Goldsmith para ‘La profecía’. Y en cuanto a sus palabras, también prefiero escuchar a Montero la Grande. Por lo menos no entiendo qué dice.
La bonhomía de Irene Montero (¿bonhembría?) pasa por Plácido Domingo. El día de la ovación en el Auditorio ella escribió: «¿Por qué hay quienes necesitan aplaudir con estruendo a un hombre que ha confesado haber abusado sexualmente de varias mujeres? Incluso quienes piensan que la respuesta no puede ser el escarnio público deberían entender que la ovación lo es aún menos». A ella y a otros como ella les da igual que sea mentira eso de haber confesado el abuso. El domingo, en el descanso de ‘Tosca’ en el Teatro Real, estaba sentado Plácido en una mesa con su mujer y uno de sus hijos. Nadie se acercaba. No me vengan con la buena educación, que es Plácido Domingo, demonios. Al rato, unas señoras que se iban se acercaron y él se levantó. Luego llegó Ignacio García-Berenguer, director del Teatro Real. Yo me tenía que ir. Y me fui pensando en lo que hace el bien que practican algunos.
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