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LA TERCERA

No disparen al pianista

«La música de cine gira como gira el mundo porque no es de ninguna manera. Su función son mil funciones, su propósito, mil propósitos, según para qué y cómo: puede ser recordable o no, cantable o invisible, puede ser compleja o simple, original o espejo, rítmica o discursiva, tonal o simplemente fácil. O (simplemente) indescifrable. Puede acompañar la acción o ir contra ella, o callarse en el mejor momento para hacer reventar la sala con su silencio. Pero es –siempre– emoción»

Rodrigo Cortés

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Podría definirse la música como la interrupción del silencio si la música no fuera a veces el silencio mismo o si no estuviera hecha de silencios. La música es, por tanto, señalar a tiempo (con palabras o sin ellas) y callar a tiempo.

Creemos –como ... seguramente toca– que la música de cine nació con el sonoro, que sólo cuando el cine rompió a hablar rompió a cantar. Y así fue en cierto modo. Pero el cine mudo nunca fue sordo, y, aunque sólo fuera por tapar el martilleo del proyector, supo reservarle unas monedas al pianista local, para que opinara por debajo de la imagen, encendiera las carreras y los besos y diera ese empujón final que pone las lágrimas a rodar o confirma que algo es divertido, y en qué momento. En los grandes estrenos, el piano era directamente orquesta: la mano izquierda era batir de cuerdas y la derecha se desplegaba en maderas. Todo se tocaba una sola vez, o una docena, con notas diferentes en cada capital y pueblo, según humor del maestro, y luego se desvanecía para siempre, como un castillo de arena, puro arte efímero. Fue la llegada del sonoro –ahora sí– la que unió para siempre música e imagen, la que las cosió para el espectador de estreno y para el crítico del futuro, que oirían por primera vez lo mismo.

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