LA TERCERA
No disparen al pianista
«La música de cine gira como gira el mundo porque no es de ninguna manera. Su función son mil funciones, su propósito, mil propósitos, según para qué y cómo: puede ser recordable o no, cantable o invisible, puede ser compleja o simple, original o espejo, rítmica o discursiva, tonal o simplemente fácil. O (simplemente) indescifrable. Puede acompañar la acción o ir contra ella, o callarse en el mejor momento para hacer reventar la sala con su silencio. Pero es –siempre– emoción»
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Iniciar sesiónPodría definirse la música como la interrupción del silencio si la música no fuera a veces el silencio mismo o si no estuviera hecha de silencios. La música es, por tanto, señalar a tiempo (con palabras o sin ellas) y callar a tiempo.
Creemos –como ... seguramente toca– que la música de cine nació con el sonoro, que sólo cuando el cine rompió a hablar rompió a cantar. Y así fue en cierto modo. Pero el cine mudo nunca fue sordo, y, aunque sólo fuera por tapar el martilleo del proyector, supo reservarle unas monedas al pianista local, para que opinara por debajo de la imagen, encendiera las carreras y los besos y diera ese empujón final que pone las lágrimas a rodar o confirma que algo es divertido, y en qué momento. En los grandes estrenos, el piano era directamente orquesta: la mano izquierda era batir de cuerdas y la derecha se desplegaba en maderas. Todo se tocaba una sola vez, o una docena, con notas diferentes en cada capital y pueblo, según humor del maestro, y luego se desvanecía para siempre, como un castillo de arena, puro arte efímero. Fue la llegada del sonoro –ahora sí– la que unió para siempre música e imagen, la que las cosió para el espectador de estreno y para el crítico del futuro, que oirían por primera vez lo mismo.
La música de cine se desgranó al principio –acabados los veinte, puestos a caminar los treinta– en tonadas populares para actores versátiles y en música romántica (del Romanticismo, digo, que no pagaba derechos) para el discurso de fondo. Melodías encantadoras; o dramáticas si había tempestades; o llenas de vibratos para los violines que demarraban del pelotón en busca del afecto de los amantes. La música dictaba los sentimientos de forma literal, para que el espectador tomara nota. Un río de compositores europeos desaguaba en Hollywood para contarles a los viajantes y a las secretarias de la avenida Madison que también allí cabía la vieja Baviera, y que una escena de transición no lo era sin la comedia del oboe atiplado o la sensualidad de la flauta (los pizzicatos se harían esperar un tiempo). Hasta quienes sujetaban las batutas en los foros selectos se hacían hueco donde mejor se pagaba, fuera en el nuevo mundo o en la vieja Rusia, en Alemania o en México, poniendo a marchar sobre la nieve a Alejandro Nevski o a saltar a Robin Hood de salón en salón y de rama en rama. Así trascurrieron los treinta y los cuarenta, a veces copiando, a veces imaginando, repitiendo la película por debajo, como en esos grandes puentes de dos pisos para el tráfico, o completando lo que los diálogos no decían. Abandonando poco a poco las rutas más holladas para intentar las inciertas.
En los cincuenta llegó el jazz, sin pedir permiso a nadie ni discutirle a la orquesta su reinado, a veces (pocas) como protagonista, a veces de hermano pequeño, a veces como aderezo, en su versión más especulativa o en la más ligera, que para eso inventó Dios los guateques, no todo van a ser intrigas. Las formaciones orquestales se redujeron, los compositores se pusieron a inventar o a resolver, según presupuesto, hasta agotar la década y anunciar la de los sesenta, que no salió yeyé del todo. El cine se abrió a la abstracción, que convivía con el resto desplegando sus armas menos melódicas para intentar lo que llevaba décadas sonando en las salas de conciertos. 'El planeta de los simios', verbigracia, sonaba a lo que no sonaba la Tierra; había por fin espacio para los hijos de Bartók, para los dodecafónicos, para Ligeti mismo, a quienes cualquier espectador habría considerado incomprensibles de no haberlos oído a la vez que una nave espacial –venida de otro siglo– se daba de bruces con Júpiter. La abstracción, difícil en los discos, se hizo inevitable y simple –se hizo aceptable– para describir atmósferas sobre una sábana tensada.
Y volvieron por la puerta grande los sinfónicos, ya en los setenta, con grandes formaciones que nunca se fueron del todo, siguiendo los mismos ecos que catapultaran a Errol Flynn con su sombrero de pirata, para cazar tiburones, o para hacer volar ahora a héroes con capa, o para hacer creíbles (verdaderos) los duelos de espada láser, ya sin el bigote de Basil Rathbone enfrente. O para regresar al futuro, mediados los ochenta (el futuro). O para rescatar barcos hundidos, aunque eso fuera más tarde. O para dejar sin comer (y sin bañar) a criaturas de peluche recién sacadas de una caja. Fue al madurar los ochenta, y de los noventa acá, cuando se incorporaron –en serio– los sintetizadores, que no nutrían otras películas, sino esas mismas, las de los bichos y las de los barcos y las de Los Ángeles del mañana y las de los autistas contadores de palillos, añadiendo a lo acústico nuevas texturas, consumando caminos y agregando capas, untando con mantequilla nueva la misma tostada, ora en su base armónica, ora en la rítmica, ora en las melodías, que seguían enroscándose en las butacas desde hacía más de seis décadas: las que el sonoro cumplía.
Hasta que el cambio de siglo alteró (otra vez) el cuento. Sintetizado o de cuerda, metal y madera, llegaba el imperio del color, del timbre, de las masas sobre las líneas, de los impulsos sobre las frases. La música se hizo materia. El cine empezó a golpear al espectador en el diafragma, o directamente en sus huesos y músculos, se dedicó a dibujar sensaciones más que escenas, percepciones más que actos, a unir bloques más que comentar jugadas, a describir más los porqués que los cómos. La música de la imagen –en evolución inevitable– empezó a destinar, o a subordinar, las melodías recordables al mundo de la canción, que también se movía y crecía y buscaba sus propias grietas de disco en disco, de género en género y de año en año.
La música de cine y el cine mismo giran como gira el mundo porque no son de ninguna manera. Su función son mil funciones, su propósito, mil propósitos, según para qué y cómo: puede ser recordable o no, cantable o invisible, puede ser compleja o simple (a menudo lo segundo, a veces en su mejor cara), puede ser original o espejo, rítmica o discursiva, tonal o simplemente fácil. O (simplemente) indescifrable. Puede acompañar la acción o ir contra ella, o callarse en el mejor momento para hacer reventar la sala con su silencio. Pero es –siempre– emoción. Ante todo y sobre todo. Sea sentimental o fría. Es 'la' emoción. Lo que define lo indefinible, lo que desvela lo inmaterial, cuanto no se ve; lo que sentimos cuando nos miran fijamente o al besar a alguien, cuando tenemos miedo o al contemplar el mundo desde la cima, o al echar a correr para no perder un vuelo.
Lo que no suena en la vida (pero es), suena en la pantalla.
La música de cine se transforma para ser siempre lo mismo, como las emociones que suplanta, que son las mismas siempre, desde que el mundo era roca, siempre antiguas, siempre usadas, siempre eternas, siempre nuevas, para percutir en los deseos de quienes se sientan a contemplar los ajenos en esos mundos inabarcables que caben, sin embargo, en un rectángulo, y que no se acaban nunca y se acaban a la vez en hora y media. Por eso hay silbadores de imágenes que se dedican a completar la vida, que modelan el sigilo cuando se apagan las luces, para que alguien nos recuerde qué sentimos, con tilde, y que sentimos, sin ella. Y cuándo.
* Rodrigo Cortés es cineasta y escritor
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