La Tercera
Gente horrible
«El mundo que ya no será deja ahora un rastro de cadáveres y semivivos sin trabajo ni horizonte, sin que los fatuos celestes, preocupados por la corbata y el vestido y el hueco de la sonrisa y los sondeos internos del gurú omnipotente que susurra al califa para ser el verdadero califa, sepan siquiera contar las bajas»
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Iniciar sesiónEs hora de aceptar que estamos en manos de gente dañada, gestores desnaturalizados de nuestras vidas. Mentirosos vacíos, odiadores. Gobernantes, gobernantas, aceituneros altivos, enamorados hasta el desvío de sí mismos, con la fortaleza de carácter del hijo único, eternos caprichosos incomprendidos, enrabietados intocables, de lección ... en lección, tiránicos siempre. Nadie sabe de qué son instrumento, pero algo se expresa a través de ellos, ellas, elles, quizá la mediocridad creciente de un pueblo infantil y dividido que confunde cualquier apetencia con un derecho natural. Si somos el fruto de padres medrosos que nos convencieron de que éramos singulares, nuestros hijos serán aún peores, porque seremos su semilla, nosotros, los eternamente indignados, los convencidos de haber llegado a la cima del conocimiento por haber estudiado un poco más que otros más capaces que no pudieron hacerlo. Las redes exhiben la estupidez profunda de miles de sabios entre los veinte y los cincuenta que usan -usamos- a diario nuestra capacidad razonadora para unir erradamente los dos o tres puntos que nos caen delante de la cara sin darnos siquiera cuenta de que se nos escapa todo lo demás y que todo razonamiento es, por tanto, falaz, indefectiblemente simplista, inevitablemente falso. Saber un poco es peor que no saber nada, pensar un poco es peor que no hacerlo, la inteligencia es la maldición del irresponsable, que va de colofón en colofón, de conclusión definitiva en conclusión definitiva, envanecido por su capacidad de discurrir, como si la hubiera inventado, con el cerebro echando fuego y piedras cada vez que pare un ratón.
Estamos en manos de espantajos, de vanidosos frágiles que se confunden a sí mismos con el puesto que ostentan, fatuos peligrosos, verborreicos ahítos de compromiso, que hablan hoy de nosotros, cuando encuentran un hueco entre espejo y espejo, como nosotros lo hacíamos del cromo que nos faltaba, encumbrados porque así lo decidió nuestra desidia, nuestra vulgaridad, la sed de escuchar sólo lo que nos da gusto; espantajos, decía, convencidos de haber sido tocados por Dios para cumplir un designio histórico mientras el mundo se deshace bajo sus pies, ungidos con la sagrada misión de brillar para todos y acabar con todos de una vez y reinar sobre las cenizas. Sociópatas enzarzados en guerras de patio sin palabra ni conciencia, ni nada en su interior que sea luminoso o cierto, nada que los salve; desconocen la verdad y la desprecian al tiempo, viven por y para sí, todo encuentra coartada a su favor, nada se justifica contra ellos. La vida los masticará, porque la vida todo lo mastica, procesará en su estómago implacable tanta miopía y ellos, ellas, elles, profundamente infelices, destinados a ser pasto de cualquiera por su naturaleza fungible que, ciegos, ignoran, desalojados del trono de un manotazo, llenos de amargura y rencor, vacíos de todo, se desintegrarán por fin al rozar la luz del sol. Pero cuánto daño habrán hecho…
El mundo que ya no será deja ahora un rastro de cadáveres y semivivos sin trabajo ni horizonte, sin que los fatuos celestes, preocupados por la corbata y el vestido y el hueco de la sonrisa y los sondeos internos del gurú omnipotente que susurra al califa para ser el verdadero califa, sepan siquiera contar las bajas, ocupados como están en mandar a los demás a la guerra, mientras levantan la ceja, se ofenden, se indignan, agitan números, negocian con nuestra convivencia, atacados o encumbrados por informadores tan culpables como ellos, como lo somos todos del mundo hambriento y cacareador en que vivimos. Medios atemorizados, articulistas mayordomos, cada cual al servicio de un patrón, una patrona, un patrone, impostando dignidad a cada instante, fingiendo estupefacción, sobreactuando la virtud de columna en columna, de plató en plató, de trino en trino, recién peinados por manos atentas entre mil bombillas, sin poder concebir siquiera que otros hagan lo que hacen ellos, espantados por que el de enfrente ose siquiera intentar lo que ellos harían sin sonrojo para acatar el designio de quienes les pagan (poco) o permiten que cobren (poco), tan pegados a quienes motivan su labor que acaban por confundir los objetivos de sus demiurgos con los propios, el lenguaje de sus demiurgos con el propio, su argumentario, aún caliente, con el propio, sus razones recién enjabonadas con las propias, aunque cada pretexto no sea sino un navajazo asestado desde una de esas sedes donde nunca se abren las ventanas, mientras los más tontos -yo- miran -miramos- callados, estupefactos, abochornados, sin saber qué están haciendo ni por qué, y se preguntan -nos preguntamos- furiosos, pasmados, por qué bailan y de qué se ríen y a quién aplauden y qué coño les ofende tanto.
Confusión televisada, ruido escrito y hablado, opiniones que importan lo que importa el vapor que las sostiene, argumentos basados en información prestada, consejos heredados o importados o aspirados, asumidos por una legión de opinadores que venderían el alma por dos minutos de cámara, felices de inventar villanos, enemigos de tebeo desposeídos de vida y consecuencias con los que asegurarse de que todos -todos- nos odiemos al fin, nos separemos, nos dividamos, nos detestemos, nos alejemos para siempre, hagamos volar cuanto puente exista sin dejar ningún lugar al que regresar luego, encontremos en el otro la causa de nuestra miseria y el objeto de nuestro resentimiento, mientras ellos, ellas, elles, gobernantes almidonados, gobernantas henchidas, aspirantes a faraón ahogados de razón que confunden la vida con una serie (la vida que a otros se les escurre entre los dedos), mariachis de la nada, consiguen que el mundo sea peor, peor simplemente, encantados de dinamitarlo todo, entre consignas y cánticos y risas enfermas, por un minuto de prórroga, porque nadie, nadie, nadie, ni los gobernantes, ni los candidatos, ni los susurradores, ni los periodistas, ni los gurús soberanos, ni nosotros, que somos todos ellos porque todos ellos son nosotros, ha hecho nada de lo que hay que hacer (este escribidor tampoco) para merecer otra cosa.
De una manera u otra, después o antes, los descabellados de panza recién reducida, vestido vaporoso, selfi de estadista, sujetador de encaje, los delfines de aquí y allá, los barones de allá y aquí, los que tienen cartera o concejalía o silla y los que ansían tenerlas, mudos siempre, sordos siempre, ciegos selectivos, siempre al acecho, serán la causa de su fin, aunque arrastrarán consigo a cuantos puedan. Acaso dedicarán la vida que les quede, la de después del sillón de humo, a esparcir consejos no solicitados por cada rincón de su irrelevancia, por cada poro recién maquillado o vaciado o nutrido u operado de sus bellos rostros, recordando aquellos días flamígeros en que estuvieron a punto de salvarnos, de auparnos por fin a su altura. Y cómo, desagradecidos, no supimos merecerlos, entenderlos, amarlos como ellos (ellas, elles) nos exigían. Sólo eso...
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Rodrigo Cortés es cineasta y escritor
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