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Ricardo Costa y la derecha hortera

EN «Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes», Thomas De Quincey sostenía que el crimen, en sí mismo, es una menudencia. Lo grave —es decir, lo mortal, con redundante regodeo— es el proceso que desencadena. Alguien que cae en la tentación de degollar a una abuelita, después será tentado por los bienes ajenos. Si es capaz de robar, tampoco ha de arrugarse por beber en exceso. Acto seguido, la fantasmagoría del alcohol hará que no se acuerde de acudir a la iglesia. Y así, sucesivamente. Hasta que llegue un punto —un punto sin retorno y sin enmienda— en el que pierda los modales y las buenas maneras. Entonces, no habrá nada que le infunda respeto, ningún tabú moral que no desdeñe, ninguna aberración a la que no se preste: hurgarse la nariz, sorber la sopa, pellizcar a las damas, rascarse la entrepierna... He ahí de qué modo un vulgar homicida acaba convertido en un monstruoso engendro.

Pasando de las musas al teatro —del Covent Garden al Corral de la Pacheca—, la tesis formulada por De Quincey le viene al caso Gürtel como anillo al dedo. Los afectados por esa especie de baile de don Vito que ha puesto a Rajoy en el disparadero, son algo peor que un hato de mangones, una reala de truhanes y una pandilla de alcahuetes. Eso, en definitiva, está a la orden del día y, si hablamos del PSOE, incluso de las décadas. Mas si la corrupción se cura cortando por lo sano y hundiendo el bisturí sin titubeos, siempre quedará el tufo de la gangrena estética. Discernir a cuánto asciende la factura y a quién le corresponde pagar lo que se debe es competencia de los jueces. Sin embargo, el código penal no contempla un delito que, a fuer de ser perverso, degrada por igual a los que lo perpetran y los que lo padecen. Matar a una abuelita es un pecado horrendo, aunque, quizá, sus herederos no estuvieran de acuerdo. Ser reo de intolerable zafiedad, cursilería descarnada y contumacia hortera no tiene perdón de Dios (ni de los hombres) aunque los tribunales se inhiban al respecto.

Beatona por fuera y rijosa por dentro. Los responsables de gestionar la trama Gürtel han puesto en escena un miserable estereotipo que ensucia y desvirtúa a la derecha. En la España podrida (o faisandé, metidos a cazar ocurrencias al vuelo) la única ley que no se reinterpreta es la que dictamina que los conservadores son culpables por mucho que se demuestre su inocencia. Y no cabe duda de que Ricardo Costa, si se encuentra en el trance en que se encuentra, es porque ha sido un inocente. Además, por supuesto, de un cursi intempestivo y un hortera de aúpa, de los de aquí te espero. (De tomo y lomo, en resumidas cuentas, pues el tomo y el dame son hermanos gemelos). Al pollo pera le ha tocado en suerte interpretar el papelón de pollo sin cabeza. De lo cual se deduce que alguna vez la tuvo, que no es flaco consuelo con la que está cayendo. ¿A costa de qué Ricardo Costa ha de enseñar la popa y el plumero? A costa de un peluco de veinte mil euros.

Venderse por un Patek Phillipe denotaría, al menos, cierta altura de miras en un mundillo de bajeza. El Franck Muller, por contra, no admite defensa. Hurgarse la nariz, sorber la sopa, pellizcar a las damas, rascarse la entrepierna... Un hortera de miedo.

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