¿Refundar el capitalismo?
Una de las curiosidades de la crisis económica es la grandilocuencia. En momentos de turbulencia, la ampulosidad y el énfasis pueden dar la impresión -aunque luego sea efímera- de que los responsables políticos están en el secreto de las cosas, las que se nos escapan ... a los demás mortales, y, si no controlan la situación, lo que es evidente, al menos conocen el rumbo que deben tomar las cosas. La pomposidad, además, sirve para disimular las carencias: si no se prepararte un café, te hablo con detalle y apariencia de sobrados conocimientos sobre las plantaciones de Colombia. A lo mejor así piensas que nadie sabe tanto como yo de café...
En esta línea, Nicolas Sarkozy, ya de por si inclinado a lo altisonante, dijo en la última cumbre europea que había un «acuerdo unánime» de los mandatarios de la Unión para «refundar el capitalismo» añadiendo que así se lo iba a plantear al presidente Bush en Camp David, quizá para que tenga algo que hacer antes de que abandone en enero la Casa Blanca. Quizá porque Sarkozy, tras su famoso discurso de Toulon (y quizá desde siempre), quiere serlo todo a la vez, liberal y socialista, de derechas y de izquierdas, las cosas de cada día, ideas incluidas, le parece que no son nada sin añadidos aclaratorios: presidencia «reformista», ministros «ejecutivos», laicidad «positiva» y ahora capitalismo «ético», que es lo que al parecer se propone refundar. Bush se ve a si mismo más agónico que el capitalismo y, siguiendo la costumbre de los adjetivos, ha venido a responder al presidente francés que de lo que se trata es de preservar los fundamentos del «capitalismo democrático» que incluye mercados libres, libre empresa y libre comercio. Algunos colaboradores de José Manuel Barroso, presidente de la Comisión, han hecho saber a Le Monde que Sarkozy es el único en utilizar ese lenguaje.
Pero es el único... en parte. Hay algunos, aunque no sean gobernantes europeos en activo, que han hablado no ya de la refundación del capitalismo, sino de su debacle definitiva. Y otros, como nuestra vicepresidenta Fernández de la Vega, proponen nada más y nada menos que un «nuevo contrato social», con lo que habría que refundar no sólo el capitalismo sino la sociedad misma. Todo muy ampuloso, como se ve, muy sonoro y elevado, como una perorata sobre los cafetales cuando no se sabe preparar un café.
Lo del nuevo contrato social parece demasiado hasta a los entusiastas porque, para empezar, el viejo es una interpretación discutible de la formación de la sociedad política desde, al menos, Hume, treinta años más joven que Rousseau, que defendía que la obediencia al Gobierno se basaba en la voluntad de supervivencia de una sociedad y no en «la palabra dada» en ese hipotético contrato. Planteado ahora no por un filósofo, sino por una gobernante, da la impresión penosa de que se trata de establecer un nuevo sistema de obediencia al poder en vez de un debate intelectual y político sobre el modo en que la sociedad pervive realmente. Fernández de la Vega, Sarkozy y otros parecen sentirse de pronto como Hamlet en el final del acto primero del drama de Shakespeare, cuando exclama, después de haber hablado con la Sombra, que «el mundo está fuera de quicio» y que siente la «suerte maldita» de tener que «ponerlo en orden». Más que contrato, y desde luego más que el debate sobre el futuro, los pretendidos fundadores, que se consideran los únicos preparados, quieren darnos órdenes y obligarnos, ya que nos comportamos de modo tan aventado, a lo bueno y conveniente.
Padecemos la gravísima crisis que padecemos, entre otras cosas, porque los excesos han dado origen a una ficción financiera, pero ningún liberal con un poco de sentido común ha negado jamás que el Estado no deba cumplir su papel de vigilante de que lo que se ofrece en el mercado es realmente lo que se dice, de que se cumple la ley, de la transparencia, del respeto a los derechos de los demás. Peter Sloterdijk, para que nadie me reproche citar a un «neocon», acaba de decir que el capitalismo (que el quiere llamar «economía de la propiedad») es un sistema en el que unos producen una verdadera propiedad con su verdadera voluntad emprendedora y otros los sostienen mediante el crédito. Lo que ha ocurrido es que, gracias a la actitud de los poderes públicos, el crédito se ha dedicado a otras cosas, y algunas falsas, hasta que ha llegado el tsunami. Así que mejor si refundamos, sencillamente, el imperio de la ley.
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