Psicopatología del Parnaso
La verdad es que las reyertas literarias no carecen de morbo y, en ocasiones, dan lugar a escritos no exentos de ingenio y calidad. A mí me dan un poco de risa y me producen notable perplejidad, pues me parece que todos los contendientes tienen ... razón. Es conocida y frecuente la decepción que muchos devotos lectores han padecido al conocer personalmente a los responsables de sus placeres estéticos. Escribir un relato que se apodera de nosotros o un imperecedero soneto no garantiza la nobleza, la probidad ni la buena educación de su autor. Se dijo que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, pero también sabemos que esta cínica afirmación puede nacer del rencor y del resentimiento hacia lo grande e inalcanzable para el ayuda de cámara. No comparto la idea de que una obra pueda ser superior a su autor. Esto se ha dicho, entre otros muchos casos, de Cervantes o de Mozart. No lo creo. Por mucho que postulemos la existencia de un soplo divino al oído atento del genio, nadie puede crear algo superior a sí mismo. Por sus obras los conocemos. Lo que ocurre es que la excelencia estética no vacuna necesariamente contra la caspa intelectual y moral.
Los pugilatos literarios de hoy reeditan los de ayer, si acaso con un punto menos de ingenio y una nota más alta de estridencia maleducada. Pero es el ritual de siempre. Cada púgil ostenta la razón que la sinrazón del otro le otorga. Así, todos tienen razón y ninguno la tiene. Uno exhibe su rabiosa independencia albergándose bajo el confortable cobijo del poder político o empresarial. Aquél pierde el sueño y la salud contando el número de sus apariciones públicas y cotejándolas con las de sus rivales, o buscándose en las listas de libros más vendidos. Del de más allá se diría que pretendería hacerse más famoso por su ridículo porte o por sus intemperancias que por su prosa. Otro fustiga a las democracias europeas y bendice a las tiranías magrebíes y se acoge a ellas. En el Parnaso, como en la política, no faltan las especies del tenor, el payaso y el jabalí. Y es que, como advirtió Ortega y Gasset, la acción directa en literatura se constituye en el insulto. Aunque también injuriar puede llegar a ser un arte, aunque no un arte edificante. Pero, ¿quién pretende ya que el arte pueda mejorar a los hombres? Si los campos de exterminio coincidieron con la más elevada cultura científica y artística, ¿puede extrañarnos que artesanos de la pluma, de fama tal vez sólo un poco menos efímera que la de sus prosas, se conviertan en paradigmas del hombre-masa, en maleducados señoritos satisfechos?
Los genialoides proliferan y abruman. Ya que no pueden ser grandes, aspiran a ser «auténticos» y «diferentes». Ya que no diferentes en el espíritu, aspiran a serlo en los modales y en la indumentaria. Ignoran quizá que la idea de la extravagancia del genio fue un extravío romántico y que genios como Bach o Bruckner no fueron precisamente estrafalarios en su vida cotidiana. Como con el arte popular sólo se aspira a divertir, los artistas populares se ofrecen al público como espectáculo, que tampoco es malo para las ventas, y al pretender exhibir las miserias ajenas, terminan por proclamar inadvertidamente las propias. Del talento literario cabe decir lo que Descartes afirmaba del sentido común, que debe de estar perfectamente repartido porque todos están contentos con la parte que les ha tocado en suerte. ¿Conocen a algún escritor que se queje de su insuficiente talento? Uno concluye pensando si las reyertas literarias no acaban por tener una interpretación, más que psicopatológica, mercantil. Acaso la literatura sea el último reducto de la concepción materialista de la historia.
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