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La propiedad de las ideas

Cincuenta y siete años cumplidos y muchos costurones en el cuerpo y en el alma tenía Miguel de Cervantes cuando, en 1605, salió a la luz «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha». La primera edición conocida, la de Juan de la Cuesta, está dedicada —«ofrecida»— al Duque de Béjar. Diez años después, seis meses antes de su muerte, Cervantes dio a conocer, ya con el olor del éxito, la segunda parte de su obra. Apareció dedicada al Conde de Lemos. Hoy, cuatro siglos después, la gloria de Cervantes es inmensa, pero no queda nada de su patrimonio material y no tenemos ni rastro de sus descendientes. Por el contrario, conocemos con detalle el acontecer patrimonial de los duques de Béjar y de los condes de Lemos —integrados en la Casa de Alba— y no sería difícil seguir la pista de los bienes que, desde entonces, han ido pasando de mano en mano a los sucesores de aquellos a quienes honró el escritor.

Hago esta reflexión, en un atasco de carretera, al hilo de la información que sirve la radio sobre la ya inminente huelga de los 11.000 guionistas de Hollywood que, hartos de negociaciones infructuosas, le reclaman a la industria —a la que facilitan, sin fatiga aparente, alma, argumentos y diálogos— 227 millones de dólares (40.000 millones de pesetas). Poco menos de cuatro millones por pluma u ordenador. También están al borde de la huelga, aunque esa sea otra historia, 135.000 actores de cine y televisión.

Dicen los guionistas que ellos trabajaron para hacer películas. Algo que se exhibe en salas y, en todo caso, a través de la televisión; pero que les faltan en la cuenta de sus percepciones los «residuals», los derechos que se derivan de la distribución por vídeo, DVD y otros usos, especialmente publicitarios, que se ha dado a su magín y a su trabajo. Sin entrar en esa guerra sindical, sirve la anécdota para elevar a categoría una pintoresca y muy injusta circunstancia que acompaña, desde siempre, a los autores. Incluso a los músicos y escritores de teatro que, aunque mal y torpemente, están defendidos en España por la SGAE. Me refiero a la caducidad de sus derechos de propiedad. Algo que todos dan por bueno.

La Duquesa de Alba les dejará a sus hijos, quiera Dios que dentro de mucho tiempo, las tierras y los bienes que aquel Duque de Lemos, Pedro Fernández de Castro, ya les dejó a sus antepasados. ¿No sería equivalente que los herederos de Cervantes les dejaran hoy a sus hijos los derechos de una propiedad que, aún intangible, es tan cierta como aquella? Más aún: la existencia imperecedera de los derechos de la obra literaria —o plástica, o musical, o de la naturaleza que suscite el tiempo— sería, por sí misma, la garantía de la pervivencia cultural del pasado creador de la Historia. Del mismo modo que quienes heredan tierras y fincas las cuidan y abonan, los herederos de novelas, poemas, ensayos, conciertos... estarían afanados en su reedición y conocimiento: en su permanencia. El olvido devoraría menos obras «inmortales», pero muertas por el desdén de los editores o el tráfico de las modas. La propiedad puede negarse o aceptarse, pero mala cosa es seguir, como hasta ahora, considerando en mucho la de una cómoda isabelina y valorando en cero, pasados unos pocos años, la que nace de la cabeza de quienes saben usarla.

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