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El problema catalán

DE entre lo mucho que Gaziel escribió sobre el encaje de Cataluña en España, destaca sin duda el prólogo a la edición castellana de «Castella endins». El texto, titulado «Entendimiento de la Península

DE entre lo mucho que Gaziel escribió sobre el encaje de Cataluña en España, destaca sin duda el prólogo a la edición castellana de «Castella endins». El texto, titulado «Entendimiento de la Península Ibérica», lleva fecha de octubre de 1962. Por entonces, Gaziel, ya jubilado del mundo editorial, apuraba afanosamente sus últimos años de vida y de escritor. Puede decirse, sin exagerar un ápice, que no paraba. Y, en este no parar, uno de los temas que volvían de forma incansable a su pluma era «el problema catalán», un problema que, a su juicio -y el suyo era un juicio templado a partes iguales por la experiencia y la razón-, no podía desligarse en modo alguno de «el problema español».

Los tiempos, por supuesto, no invitaban al optimismo. Pero menos iban a invitar si unos y otros no entendían qué es lo que estaba en juego. Para ilustrarlo, Gaziel recordaba en su prólogo lo que Antonio Maura -«el político que más hizo por reformar sin sangre el Estado español»- le había dicho cuarenta años antes, a comienzos de la década de los veinte, cuando andaba ya retirado de la cosa pública: «¿El problema catalán? Sólo es cuestión de cincuenta años de administración honrada». A lo que el joven periodista de «La Vanguardia» había replicado, según propia confesión: «Con eso, y con un buen tratamiento espiritual, sobre todo en cuanto al idioma».

Ignoro si han transcurrido en España, desde entonces, cincuenta años de administración honrada. Si consideramos que una administración de esta naturaleza sólo puede darse en un régimen democrático, parece evidente que la respuesta ha de ser «no»: hechas las cuentas, a lo sumo habrán transcurrido treinta -dejo a un lado el lustro republicano, indiscutiblemente democrático, aunque demasiado turbio y convulso como para merecer el beneficio de la honradez-. Pero también es cierto que las tres décadas que conmemoramos el pasado 15 de junio bien valen, visto el desarrollo del Estado de las Autonomías, las cinco a que aludía el venerable político mallorquín. Y en cuanto al idioma y al buen tratamiento espiritual que Gaziel reclamaba, dudo mucho que el actual estatus del catalán -hegemónico y casi exclusivo en todos los ámbitos que dependen de la Generalitat, y en especial en el educativo y en el de los medios de comunicación- suscitara alguna queja en el escritor y periodista ampurdanés. Al contrario, estoy convencido de que Gaziel, de estar hoy entre nosotros y como hiciera ya Josep Tarradellas en 1981, habría expresado en más de una ocasión sus reservas ante la política lingüística llevada a cabo por los distintos gobiernos autonómicos a lo largo de los últimos 27 años.

Así las cosas, lo normal sería que, a estas alturas de siglo XXI, el encaje de Cataluña en España hubiera dejado de constituir un problema. Nadie en su sano juicio -eso es, nadie que no acostumbre a subordinar el ejercicio de la razón a los instintos más primarios- puede sostener que Cataluña no cuenta en estos momentos, desde todos los puntos de vista, con un nivel de autonomía jamás soñado. Pues bien, la sensación que uno extrae de las declaraciones y los hechos que tienen como protagonistas a la clase política catalana y a la sociedad civil que vive a sus expensas es justamente la contraria. Como si siguiéramos donde estábamos en 1962. O como si el objetivo no fuera ya el perseguido durante toda su vida por Gaziel, es decir, encajar a Cataluña en España, sino, en el mejor de los casos, perpetuar el eterno desajuste, la insoportable colisión, entre ambas instancias políticas.

Valgan un par de ejemplos, de los más recientes. Tras medio año de negociaciones a dos bandas -entre el poder central y el autonómico, por un lado, y entre los propios socios del tripartito catalán, por otro-, el Gobierno de la Generalitat, con su vicepresidente a la cabeza y su presidente a rebufo, ha decidido incumplir el decreto de mínimos del Ministerio de Educación que prescribe para el próximo curso la enseñanza en Cataluña de una tercera hora semanal de lengua española en todo el ciclo de Primaria. ¿Las razones de semejante negativa? Según el vicepresidente, de las dos lenguas que el Estatuto califica de oficiales, la única que requiere cuidados es la catalana. De ahí que, en adelante, el Gobierno de la Generalitat, además de mantener en Primaria el ridículo cupo de dos horas semanales de aprendizaje del castellano, vaya a extender la política de inmersión lingüística en catalán a todos los confines de la Secundaria. Como se ve, a los gobernantes autonómicos les trae al pairo que ambas lenguas sean oficiales en la Comunidad, que la población catalana las hable por igual y que el castellano, encima, sea el idioma oficial del Estado. Nada, ellos a lo suyo. Y lo suyo es insistir en que el problema de Cataluña sigue llamándose España.

Lo mismo con Fráncfort y la dichosa Feria. Dos largos años ha durado el culebrón. Dos largos años discutiendo -en los medios, en el Parlamento, en las capillitas- si la delegación catalana a la Feria Internacional del Libro debían integrarla los escritores más significativos de la cultura del país, con independencia de la lengua en que se expresen, o sólo los que se sirven del catalán como lengua literaria. Al final, no podía ser de otro modo, la expedición va a estar compuesta exclusivamente por estos últimos. Un centenar en total, entre los que no figuran, por cierto, Valentí Puig, que ni siquiera fue invitado en su momento, o Sergi Pàmies, que sí lo fue pero rechazó el ofrecimiento. Y aunque el responsable del evento haya insistido en que él había extendido la invitación a media docena de ilustres escritores en castellano y eran esos escritores los que se habían negado a ir, en semejante rechazo uno no puede ver sino la consecuencia lógica de una política cultural miserable, donde lo único que cuenta son las señas de identidad supuestamente colectivas y, en particular, la lengua. Si esta política reduce la cultura catalana a una parte -y no la más lustrosa, que digamos- de lo que realmente es, no importa; la realidad siempre está de más en estos casos. Para la Generalitat, qué duda cabe, el problema de Cataluña sigue llamándose España.

Y lo más preocupante es que no parece que las cosas vayan a cambiar en un futuro. Ni siquiera la creciente percepción de que Cataluña es un país socialmente escindido entre quienes participan de los asuntos públicos y quienes viven al margen ha activado la alarma. En las últimas elecciones municipales, la Comunidad Autónoma registró la mayor abstención de su historia en esta clase de comicios: un 46 por ciento, diez puntos por encima de la media española. Y en la ciudad de Barcelona la participación no llegó al 50 por ciento. Una desafección de los votantes que venía a sumarse, por otra parte, a las registradas recientemente en el referéndum sobre el Estatuto y en las elecciones autonómicas. Pues bien, cuando le preguntaron al presidente de la Generalitat a qué atribuía ese incremento de la abstención, contestó, ni corto ni perezoso, que «a una cierta aceptación pasiva del éxito colectivo y al notable bienestar en las ciudades».

Si Gaziel levantara la cabeza...

XAVIER PERICAY

Escritor

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