El precio de la estabilidad

LOS líderes mundiales nos prometen en Pittsburg un crecimiento equilibrado y sin sobresaltos. Como si fuera posible. Es evidente que se han cometido muchos excesos y más de un error por parte de los responsables de la política económica y monetaria. Pero el sistema financiero ... no era una jungla de libre mercado, como pareciera deducirse de los comentarios al uso, sino el sector más regulado de la economía. Ningún político responsable acepta legislar en caliente. De hacerlo no cabe duda que habríamos restaurado la pena de muerte hace muchos años. Sin embargo, este principio político no se aplica en economía. Ya lo vimos cuando la quiebra de Enron y la desaparición de Arthur Andersen. Hoy sabemos que la ley Sarbanes-Oaxley era tan restrictiva que ha tenido que ser posteriormente liberalizada. Me temo que lo mismo está pasando con las propuestas sobre regulación financiera.

Sebastián García Atance publicaba el otro día un interesantísimo artículo en Expansión cuya tesis central era bien simple. Una media aritmética simple de los quince últimos años, incluidos los dos de crisis, aún nos da el mejor balance de la historia mundial en términos de crecimiento, empleo y reducción de la pobreza. Cuidado con matar la gallina de los huevos de oro, que no es otra que el sistema financiero. La revolución tecnológica experimentada en las últimas décadas en el sector es tan importante para la historia de la Humanidad como la industrial o la de las telecomunicaciones. Sin la facilidad de acceso al crédito y la multiplicación de las oportunidades de inversión que ha traído consigo, no hubiéramos asistido al espectacular desarrollo de las telecomunicaciones y de la globalización. Conviene recordarlo ahora que se pide a gritos poner coto al mundo de las finanzas. Los banqueros nunca han tenido buena prensa. Casi todas las religiones han prohibido el cobro de intereses, no solo el Islam. Cabe recordar que lo hizo el cristianismo durante mucho tiempo, ¿por qué si no los banqueros eran todos judíos?, prácticamente hasta que sofisticados doctores apurados por las necesidades de sus Señores distinguieron entre interés y usura. Algo de esa herencia fundamentalista hay sin duda en el grito de muerte a la especulación. Ese pecado capital que todos cometemos cuando pedimos a nuestro banco más rentabilidad por nuestros ahorros o que mejore el rendimiento de nuestro fondo de pensiones.

Rasgarse las vestiduras por los excesos cometidos es una cosa, otra muy distinta y preocupante es prometer estabilidad como si fuera gratis. Apenas nadie en Pittsburg reconoce que sus propuestas traerán un mundo de menos crédito, de dinero más caro, y por tanto de menos crecimiento, menos empleo y menos movilidad social. Lo hizo Almunia en Madrid y le honra su franqueza. Pero no me convenció. Al albur de la crisis han vuelto a ganar terreno los arbitristas, los ingenieros sociales, los planificadores de siempre, los dictadores benevolentes, los que quieren poner límites al crecimiento, los que saben mejor que nosotros mismos los que nos conviene, aquellos que quieren ordenarnos la vida y fijar límites pretendidamente técnicos a la imaginación, el esfuerzo y la libertad humana. Que quede claro, no me opongo a mejorar el marco regulatorio y supervisor del sistema financiero, yo mismo he hecho algunas propuestas técnicas que no vienen a cuento. Me opongo a que con la excusa de una crisis, por grave que sea, se nos quiera imponer más gobierno, más controles, más prohibiciones, más estancamiento social. La única manera de que no haya nunca crisis bancarias es que no haya bancos. La Humanidad ha vivido sin ellos demasiados siglos, y no fueron precisamente esplendorosos ni un dechado de libertad y calidad de vida.

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