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Ignacio Camacho

Pinturas de guerra

Las escenas de Dalmau son una mirada a la Historia de España, con su turbión de sangre y gloria, de heroísmo y tragedia

Ignacio Camacho

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Dos jinetes carlistas y un perro. El humo de una hoguera, un campo yermo y un crepúsculo con luz de derrota. A Augusto Ferrer-Dalmau le fascina el carlismo porque es una romántica historia de perdedores, una conmovedora épica del fracaso. El cuadro, proyectado a gran formato en el auditorio de Jean Nouvel para el Reina Sofía, surge como sereno contrapunto de un aluvión de escorzos de combate, de cargas de caballería, de gestos de horror y de fiereza, de fuego y de sangre, de caras contraídas por la adrenalina o el miedo. Los dos soldados de Zumalacárregui regresan de una guerra (civil) perdida y se recortan contra el horizonte simbólico de una España hecha de heroísmo y de tragedia, de melancolía y de optimismo, de gloria y de desaliento.

Dalmau parece el brazo de Pérez-Reverte. Su pincelada pujante, vigorosa, vibrante, plasma la mirada de nuestro Dumas como si escribiese libros al óleo. Reverte es más complejo, más áspero, más duro, quizá porque ha visto con sus ojos la violencia desabrida, impía, y el dramatismo amargo del escenario bélico. «El pintor de batallas» es su novela más honda y personal, la que refleja con mayor intensidad el vértigo moral de la guerra y sus secuelas de conflicto interior, de desgarro auténtico. Juntos, el artista y el escritor brincan charlando en una tarde húmeda de viernes sobre dos planos de un mismo género. Una mirada dual sobre la Historia de la crueldad, de la bravura y de la desesperación; esa amarga Historia sin remilgos que el pensamiento débil ya no enseña en los colegios.

La suya es una conversación sobre España. Las escenas militares de Dalmau son reflejos del pasado nacional con todas sus dolorosas contradicciones, con todo su turbión de sangre y lágrimas. Los tercios de Rocroi apiñados ante la carga final, Cervantes blandiendo la espada en Lepanto, Gálvez erguido ante los ingleses en Pensacola, Cortés camino de Tenochtitlán, Prim a caballo en Wad-Ras, el regimiento Alcántara en su asalto suicida, la última artillería de Belchite, la División Azul perdida en un infierno de nieve. Hasta una patrulla pisando el suelo árido de Afganistán con las armas prestas ante la amenaza silenciosa del desierto. España con su pasado trágico y sublime, honorable y canalla; España descalabrada y victoriosa, agónica siempre en su destino incierto. España rebelde, España dominadora, España vencida, España heroica; España de la rabia y del coraje, soberbia, arrebatada, colérica, generosa. Y también una España enfrentada consigo misma, cainita y desgarrada, arrastrada por los feroces demonios del sufrimiento. Así hemos sido y así hemos de asumirnos: un país de titanes y de granujas, de valientes y de traidores, de caballeros y de truhanes, de asesinos y de misioneros. Y esas escenas de truculencia y de grandeza son el testimonio de una memoria esencial que no se puede borrar sin riesgo de dejar de conocernos.

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