Vidas ejemplares

La pena de Nick Cave

No es mala manera de empezar el año escuchar su último disco con tranquila atención

De Arthur Cave cuentan que tenía el encanto de un joven príncipe. Su gemelo, Earl, lo describe como «una fuente permanente de alegría y el mejor hermano del mundo». El 14 de julio de 2015, a eso de las seis de la tarde, Arthur se ... despeñó desde lo alto de un acantilado blanco de Brighton, la ciudad playera del Sur de Inglaterra donde vivía con su familia. Su cuerpo cayó desde 18 metros de altura contra el asfalto de una carretera, en un lugar conocido como la Grieta de Ovingdean. Murió en la ambulancia. Arthur y sus amigos adolescentes habían consumido LSD.

El chico era el hijo del músico y poeta Nick Cave, hoy de 62 años, y de la diseñadora y modelo Susie Bick. Hubo un tiempo en que al artista australiano lo apodaban «el Príncipe de las Tinieblas», por su existencia atormentada, su relación intermitente con la heroína y sus versos de aliento bíblico sobre la muerte, la religión, el sexo y la violencia. Nick no puede venir de más lejos. Nació en una ciudad de tres mil vecinos en el Sureste de Australia, hijo de una bibliotecaria y de un profesor de literatura inglesa que le leyó el primer capítulo de «Lolita» cuando cumplió doce años. Educado como católico, fue chico de coro durante años. Su primera vocación era la pintura, pero acabó al frente de una banda de punk afilado. A los 19 años, Nick fue detenido por un robo y su madre se presentó en comisaría para pagar la fianza y sacarlo a la calle. En pleno trámite policial, conocieron la desgracia de que el padre se acababa de matar en un accidente de coche. Ese golpe llegado de la nada hizo papilla al músico, persona ultrasensible tras su coraza de altivo predicador gótico, con trajes negros de tres piezas y un peinado imposible, siempre teñido de betún. Ahí arrancó su carrusel con las drogas, su escapada a Europa y su exploración espiritual.

No hay drama comparable al dolor de perder un hijo. En un primer momento, Cave optó por el recogimiento y el mutismo. Pero después convirtió su pena en versos y melodías e inició un experimento: abrirse en canal ante su público y responder sin reserva alguna a sus preguntas a través de su blog y en los conciertos. El disco que cosecha todo su dolor y consuelo se llama «Ghosteen» y la crítica anglosajona lo saluda como el mejor del año, tal vez con razón. Cave opta por el sonido bonito y las atmósferas electrónicas, jubila el viejo raca-raca de la guitarra y la batería rockistas y desgrana una especie de fábula envolvente, donde intenta conjugar la desolación y la esperanza. En realidad, el tema que lo hilvana todo es el anhelo de Dios, la incertidumbre sobre su necesaria existencia por parte de un artista que confiesa no tener «estómago para ser ateo».

Nick Cave le da vueltas a la única cuestión que en realidad importa. Ofrece más preguntas que respuestas. Pero así somos, títeres desvalidos en la rueda de lo eterno -o del vacío-, que a veces nos soñamos trascendentales. Como consuelo, quede el placebo feliz de la música y las palabras bien dichas. El arte. Escuchar con calma su hermoso trabajo no es mala manera de empezar el año.

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