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¿Nos ocupamos de las instituciones?

El profesor Carlos Sebastián ha insistido en el freno institucional a nuestra competitividad derivado de serios problemas institucionales. ¿Es ello cierto? Para comenzar a entenderlo no es malo exhibir algunos datos exactos, como nos exigió para siempre Stendhal si es que se desea hacer una buena descripción. Y he aquí que, gracias a Klaus Schwab, pero sobre todo, a Xavier Sala i Martín, como consejero jefe de Global Competitiveness Network, disponemos del documento «The Global Competitiveness Report 2009-2010» (World Economic Forum, Geneva, 2009). Y ¿qué se dice en él de España?

En primer lugar que «ha descendido cuatro puestos» el 2008 nuestra nación al situarse «en el lugar trigésimotercero del mundo». En ese año, entre los 133 países estudiados, por el volumen total de su PIB, en dólares corrientes, España ocupaba el puesto noveno; y por habitante, también en dólares corrientes, el vigésimoquinto, y en cuanto a su participación en el PIB mundial, valorada ésta en paridad del poder adquisitivo, el duodécimo. El primer dato, el de la competitividad, ¿amenaza con derribar esa importante situación, como sucedió en el pasado, a través de una permanencia de este reto? Porque descendamos a datos exactos y referidos casi exclusivamente al aspecto institucional. En la defensa de los derechos de propiedad ocupamos el puesto 43, entre Túnez y Gambia; en la protección de la propiedad intelectual, el 40, entre Malta y Corea del Sur; el 36, por desvío de los fondos públicos, a causa de la corrupción, entre Malta y Taiwán; el 50, por el nivel de confianza en el modelo ético de los políticos nacionales, entre Irlanda y Estonia; el 60, en cuanto a la independencia del poder judicial, entre Nigeria y la República Checa; el 46, en cuanto a la existencia de favoritismo en las decisiones de los funcionarios públicos, entre Malta y Malawi; el 49, en cuanto al despilfarro en el gasto público, entre Azeirbajan y Georgia; ¡el 105!, en cuanto al peso de las regulaciones administrativas sobre el mundo de los negocios, entre Burundi y Vietnam; el 68, en cuanto a la eficacia de la estructura legal para liquidar disputas, entre Uruguay y Uganda; el 66, en cuanto a la eficacia de la estructura legal para desafiar las acciones administrativas, entre Camboya y Tanzania; el 80, en cuanto a transparencia de la acción gubernamental que afecta al proceso económico, entre Nigeria y Mozambique; el 119, por desagracia, entre la República de Kirguisia y Uganda, en cuanto a los costes que se derivan para la vida de los negocios del terrorismo; recordemos el ensayo de Mikel Buesa, «Economía de la secesión» (Instituto de Estudios Fiscales, 2004) y el artículo de Abadie y Gardeazabal en «The American Economic Review», en el año 2003 sobre las consecuencias de la situación vasca; el 66, para los costes derivados de la criminalidad y la violencia, entre Mauricio y Tanzania; el 62, en cuanto se refiere a la carga derivada del crimen organizado sobre el mundo de los negocios, entre Etiopía y la India; el 27 en cuanto a la seguridad que ofrecen los servicios de policía para mantener la ley y el orden, entre Bélgica y Túnez; el 36, entre Arabia Saudí y Brunei, en cuanto a la conducta ética de las empresas; el 54, en cuanto a la calidad de la auditoria y de los análisis que fijan la situación financiera de las empresas, entre Arabia Saudí y Zimbabwe; el 49, en cuanto a la canalización de la eficacia de los mecanismos de dirección empresarial; entre Costa de Marfil y Botswana; finalmente, el 68, entre Zambia y Eslovaquia, en cuanto se refiere a la protección de los accionistas minoritarios.

¿Es posible creer que no existe un gran campo para resolver estas cuestiones institucionales? ¿No es necesario alterar radicalmente una situación que, al perdurar, ha hecho que el profesor Carlos Sebastián haya escrito recientemente: «A partir de los modelos de bloqueo institucional y de la... estructura de poder en España», es posible plantearse «la poca esperanzadora hipótesis de que resulta improbable que se avance en muchas de las reformas necesarias (en este mundo institucional español) porque entrarían en contradicción con los intereses y objetivos de los que detestan el poder «de facto»»? ¿No merecería la pena liquidar esos intereses y esos objetivos?

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