Obras son amores
Hace cuarenta años, la entonces muy activa Fundación March anunció la construcción de un gran Teatro de la Ópera en el solar madrileño que delimitan el Paseo de la Castellana -entonces Avenida del Generalísimo- y las calles de Raimundo Fernández Villaverde, Orense y General Perón. Había algún edificio construido con vistas a Orense, pero lo demás eran descampados, cúmulos de cascotes y alguna huerta en las que alguien, optimista sin duda, cultivaba tomates y lechugas.
Victoriano Fernández Asís, profesor exigente en la Escuela Oficial de Periodismo, nos encargó a Alfredo Amestoy y a mí, como último ejercicio práctico de aquel curso, un reportaje filmado de tres minutos sobre el acontecimiento operístico. «Se valorará la creatividad», dijo el maestro. Conseguimos un bellísimo carruaje del museo del Palacio Real y organizamos la «primera representación» del imaginado teatro. La carroza avanzaba por delante de los Nuevos Ministerios y, al llegar al solar, se detenía para que descendiese de ella una viejecita señorial, vestida de gala, que nos facilitó Gustavo Pérez Puig buscándola entre los figurantes acostumbrados de TVE. En el centro del solar, una única butaca acogió a la figurante que, con sus impertinentes, escrutó el escenario. En él, sobre las lechugas, un querido compañero y gran periodista, José Luis Blanco Zamora, vestido de duque de Mantua -o cosa así-, interpretaba en play back el aria más famosa de Rigoletto: La donna è mobile. Toda una mañana de rodaje que culminaba con una gran panorámica sobre ese Madrid hoy populoso y entonces naciente. El surrealismo cabe en el reportaje y, si se apura, es parte de su esencia y naturaleza.
En lo que debió ser un gran espacio abierto, ajardinado y coronado por un teatro mayestático, del que se llegaron a hacer planos y maquetas, luce hoy un monstruo conocido por Azca, poblado de adefesios arquitectónicos con la única excepción de uno de Sáenz de Oiza. Debajo de «nuestra» butaca, la de la viejecita, es donde la Comunidad de Madrid ha impulsado el intercambiador de Nuevos Ministerios, una obra importante acometida en la capital que permitirá llegar al aeropuerto de Barajas en menos de quince minutos y con las maletas -si son más de una- ya facturadas. Lo que la sagacidad crítica de los madrileños tenía bautizado como «el tubo de la risa» -la unión ferroviaria entre Chamartín y Atocha-, comenzada en la Dictadura de Primo de Rivera, ya tiene pleno sentido. Mejor hubiera sido, como alguien pensó, con jardines y teatros, pero todo sea por el progreso. Un progreso, en este caso nada literario, gracias a Alberto Ruiz-Gallardón.
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