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Música y horarios

Mientras unos se frotan las manos ante el festín musical, teatral y espiritual que se avecina —me refiero al «Parsifal»—, más de un abonado madrileño a la ópera tiembla: una representación que empezará a las siete de la tarde y acabará bien pasada la una de la madrugada. Sin embargo, una cosa es las duraciones y otra, los horarios. Lo primero es un valor relativo sobre el que es muy difícil debatir, pues entran en juego valores de sensibilidad y psicológicos.

Siempre que acaba «Las bodas de Fígaro» me parece lamentable tenerme que ir, cuando estoy con la miel en los labios y tan lozano como cuando empezó la Obertura (y más feliz), mientras que se me hacen interminables muchas composiciones de veinte minutos: excúsenme de poner ejemplos. En cambio, lo segundo, lo de los horarios, es un valor absoluto, concreto y hasta prosaico. En definitiva, «Parsifal» dura lo que dura, no es ni larga ni corta: a unos se les hará muy larga y a otros les parecerá que ha transcurrido en un soplo. Sin embargo, es obvio que acabará muy tarde, y alguna vez tendremos que plantearnos seriamente lo de los horarios de los eventos musicales en Madrid.

Porque Madrid es, en efecto, la única ciudad importante del mundo occidental donde a diario se dan conciertos que comienzan a las diez y media de la noche, sea cual sea su materia, su programa, el día de la semana y la época del año en que se programan. Uno no es masoquista, pero en el ejercicio de la crítica musical se ha visto en más de una ocasión, por ejemplo, en el Auditorio Nacional, en pleno Adagio de una Sinfonía de Bruckner a las doce de la noche, con el susodicho Adagio, más el Scherzo y el Finale por delante. No son horas.

Es más, pienso que un departamento del infierno consiste en esto, sin más variante que Pedro Botero garantiza la mediocridad de orquesta y director, mientras que en el Auditorio Nacional esto es sólo probable. No, no son horas. Esta misma semana, a las diez y media de la noche comenzó en el Auditorio Nacional un concierto con «El Mesías» de Haendel (¡!). A la una menos cuarto sonó el «Aleluya» y, claro, mucha gente aprovechó para respirar hondo, aplaudir un poco y tomar las de villadiego, pero el concierto no acabó hasta la una y cuarto. No es presentable. Hay que caminar hacia la función única. Y si no caben todos los conciertos, hay dos soluciones: hacer menos o dispersar parte de los que se hacen en pos de público que nunca, nunca, se va a desplazar al Auditorio.

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