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El mono gramático

LA sintaxis es una facultad del alma, decía Paul Valery, una cuestión moral que tiene que ver con el orden del pensamiento. El ser humano es un mono gramático (Paz) que estructura el mundo a través del lenguaje; por eso los griegos llamaban logos tanto a la palabra como a la idea. El hombre habla porque piensa pero también piensa porque habla; privado de la expresión que le da forma y sentido, el pensamiento es sólo una silenciosa forma de naufragio existencial, el fracaso social de una comunicación imposible. El lenguaje es la raíz de la esperanza, anota Carlos Fuentes; somos como hablamos, hablamos porque somos y necesitamos hablar para no dejar de ser.

Ayer, en el salón principal de la Academia, el Rey se emocionó al tomar en sus manos los dos tomos de la nueva gramática española, donde se encierra el mecanismo funcional que une a quinientos millones de hablantes en una comunidad de sentimientos y de historia. La gramática es el núcleo del sistema, el esqueleto de un idioma que ya es, detrás del chino mandarín, el segundo más extendido del planeta, y que en su inmenso universo de matices recoge la riqueza plural de la experiencia de seres desparramados por tres continentes. Esa polifonía de voces y de hablas -según la florida retórica de prócer de Víctor García de la Concha- ha quedado encerrada en una obra ciclópea donde filólogos, escritores y lexicógrafos recogen un gigantesco universo de matices con cuarenta mil ejemplos y citas, que es por sí mismo un monumento a la variedad y a la precisión, un desafío de esfuerzo y de estudio frente a las tentaciones líquidas y acomodaticias de la simplificación y la levedad. Y que en su magnitud científica y doctrinal contiene una lección elemental de superación, rigor y disciplina: hablar bien no es lo mismo que hablar mal ni puede dar igual porque representa una forma sublime de lucha contra el caos del universo.

Bajo las vidrieras alegóricas del caserón académico, por las que entraba una dorada luz velazqueña de otoño, el ministro Gabilondo -«los que gobiernan al menos han de saber gramática», escribe Cervantes- citó a Heráclito con la naturalidad del que lo ha leído y el profesor Bosque se demoró con orgullo protectoral en el desglose de un trabajo de abrumadoras proporciones estadísticas. Pero la gramática no es sólo un formidable compendio filológico sino una declaración fundamental de principios sobre el orden que cohesiona nuestras ideas mediante su expresión hablada y escrita. Un código lingüístico que, junto al diccionario y la ortografía, conforma el marco intelectual en el que se desenvuelve la existencia de millones de hablantes convertidos en ciudadanos del idioma. Los límites de mi lenguaje, dice Wittgenstein, son los límites de mi mundo.

La ausente ministra de Cultura, que ayer tenía mejores cosas que hacer, debe de vivir en un venturoso mundo de anchos, inconmensurables, ilimitados silencios.

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