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Modelo comunista

Sería una buena reforma del Gobierno...¿pero se atreverá?

Luis Ventoso

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Por fortuna existen seres humanos de corazón más grande que el estadio de Maracaná, volcados altruistamente en los demás sin esperar nada. Todos hemos conocido a personas tan sanas que destilan bondad de manera natural, como si fuesen manantiales de agua cristalina (y disculpen mi lírica empalagosa y todo a cien). Pero esas flores de santidad, que diría Valle-Inclán, escasean. La mayoría de la peña no somos precisamente serafines. Tampoco demonios. Resultamos al tiempo buenos y malos, capaces de acciones honorables, pero también reviradas, y en general nos mueve nuestro propio interés. Los bellos principios operan como uno de los motores del mundo, cierto, pero pesa todavía más la defensa del propio pellejo, el legítimo afán de prosperar o la lucha por sacar a la familia adelante.

El liberalismo acierta mucho más que el comunismo porque ha calado mejor al ser humano. El instinto de un campesino no es renunciar a la propiedad privada y a sus cosechas y repartirlo todo con sus hermanos kulaks en un koljos colectivista, armonioso y soviético. No, queridos camaradas, lo natural es que el labriego intente vender sus cosechas al mayor precio posible, que valore poseer tierras y ganado e incluso que trate de acumular más. El liberalismo entiende ese afán de emulación y le da cancha, por eso forja países más prósperos que el comunismo, que acogota al ser humano en un traje que no concuerda con su anatomía espontánea. El capitalismo no da por presupuestos tus emolumentos hagas lo que hagas. Es un entorno exigente, donde no tendrás continuidad sin un mínimo esfuerzo (y no conozco a nadie que haya triunfado en serio sin una enorme laboriosidad). A cambio no te tapona con unos límites apriorísticos. Amancio Ortega era el hijo de un ferroviario de León y a los 14 años curraba de mozo en una tienda coruñesa. Pudo haberse conformado con aquello, pero buscó algo más. El comunismo te garantiza un mínimo elemental, pero te impone un techo. No hay aliciente económico para quien se esfuerza más. Al final establece una igualación a la baja (menos para los jerarcas cleptómanos del partido, por supuesto). El resultado son países poco eficaces, que empobrecen a la población. ¿Quién espabilará más: el dueño de un restaurante de Seúl, que sabe que si despacha más comidas vivirá mejor, o uno de Pionyang, servidor autómata del Estado? La respuesta es evidente.

El problema de la función pública, tal y como está planteada en España, es que opera como un sistema comunista. El funcionario ejemplar -y existen muchos más de los que se cree-, cobra lo mismo que los compañeros que practican el escaqueo sistemático y el cafelito de una hora. No hay premio económico para el más cumplidor, o para el profesional de habilidades excepcionales. Tampoco existe riesgo para el escapista o el profesional displicente. ABC revela hoy que el Gobierno estudia vincular de algún modo el rendimiento de los funcionarios a su salario. Sospecho que no lo veremos: PSOE, Podemos y sindicatos pondrán el grito en el cielo y probablemente el Ejecutivo seudo socialdemócrata de Rajoy se arrugará. El Gobierno ha tenido una excelente idea, pero hará falta cuajo político. Y eso…

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