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Una mirada liberal para el siglo xxi

CON la muerte de Isaiah Berlín, el liberalismo perdía hace diez años la mirada

CON la muerte de Isaiah Berlín, el liberalismo perdía hace diez años la mirada de uno de sus intelectuales más sugerentes e innovadores. Un autor que reflexionó sobre su tiempo desprovisto de las orejeras de la ortodoxia y del dogmatismo. Un pensador que personifica lo que el liberalismo debe ser si quiere sobrevivir a la complejidad de un siglo que exige racionalidad, consenso, moderación, pragmatismo y sensatez. Virtudes éstas que son cada vez más escasas a la vista de la desestabilizadora presión que sufren las sociedades abiertas debido a la involución que padece una izquierda que se ha entregado a la frívola coquetería de cuestionar las conquistas de la libertad y el progreso alcanzadas tras el derribo del Muro de Berlin.

En este sentido, Isaiah Berlin defiende un liberalismo aclimatado a las dificultades del tiempo que nos toca vivir. Un liberalismo que busca equilibrios que sirven a una estrategia racional que, siguiendo la estela de Stuart Mill, trata de maximizar el bienestar general, pero sin renunciar a la búsqueda rawlsiana de la cooperación y el consenso. Un liberalismo diseñado para sumar voluntades e integrar a personas que no comparten la misma visión del mundo pero que están obligadas a convivir y entenderse si no quieren desembocar en la violencia de la cerrazón y la demagogia. De hecho, Isaiah Berlin encarna un pensamiento liberal que va más allá de los devocionarios para conversos que tan habitualmente esgrimen algunos cuando hablan de la libertad y de sus instituciones políticas, económicas y morales.

Situado en los antípodas de la deriva neocon en la que ha incurrido una parte de la derecha straussiana proveniente de los Estados Unidos, Berlin adopta el estilo escéptico, irónico, desapasionado, tolerante y libre de esos liberales que hablan con la mirada y las maneras de los caballeros del espíritu. Un intelectual que podía entenderse y convivir con sus adversarios sin renunciar a sus convicciones. Un anglófilo que asumió que el debate y la confrontación de ideas no están reñidas con la educación y la tolerancia. En fin, alguien que sintió una fascinación inagotable por el «otro» porque -como explicó una vez- le resultaba aburrido leer a los que pensaban como él; no en balde prefería asomarse a lo que decían sus adversarios ya que ponían «a prueba la solidez de nuestras defensas al encontrar sus debilidades».

Hay quien ha dicho de Berlin que tras la prisa de su voz estaba la serenidad de una partitura. Es bastante justa la afirmación. No sólo porque reproduce el estilo de su escritura, sino porque defendió que los consensos generados en las democracias nacen de diferenciales en tensión que hace falta armonizar una y otra vez mediante grandes dosis de sensatez y generosidad. De hecho, siempre se encontró a gusto reflexionando sobre la complejidad y pensando sobre los riesgos y las ventajas del pluralismo. Trazó un protocolo de mínimos acerca de los conflictos valorativos y lo hizo a partir de una experiencia intensa y directa de lo que significó en términos morales el siglo XX. De todo ello dan cuenta su fascinante vida y, sobre todo, sus obras, escritas con la tinta de unas inquietudes aventureras que le hicieron frecuentar los territorios incómodos e inhóspitos que habitan los defensores del totalitarismo.

Opuesto a esa idiotez de lo perfecto que frecuentan los profetas del dogmatismo quijotesco, ya sea de derechas o de izquierdas, Berlin se aproxima ideológicamente a la horquilla que va de Michael Oakeshott a John Raz, y que tendría a John Locke, Adam Smith o David Hume como los santos patrones de su intento de iluminar el mundo de acuerdo con una indagación racional sobre dónde situar los puentes que salvan opuestos aparentemente irreconciliables. Su admiración por el literato Ivan Turguéniev explica buena parte de su disposición anímica e intelectual. No en balde su condición de judío de origen ruso educado en Oxford y establecido en Inglaterra al amparo de la flexibilidad empírica del pensamiento británico, hizo que viera en el autor de Padres e hijos o En vísperas a uno de esos liberales hamletianos que dudan antes de decidir pero que son capaces de hacerlo finalmente guiados por el angular de una reflexión empática que trata de ofrecer compromisos viables y eficaces que aseguren la supervivencia de una estructura de igualdad que esté al servicio de la libertad de todos.

Diez años después de su muerte se le echa de menos. Quizá porque amó la libertad con la modestia de quien se cuidó siempre de no incurrir en el exceso. Para él la libertad no era un simple concepto, ni tampoco un dogma de fe y menos aún una bandera. Fue siempre una mirada interrogativa. La mirada que nace de una retina que hizo siempre el esfuerzo de no ver el mundo, como señala Jesús Silva-Herzog, «desde la única ventana de sus párpados», pues estaba convencido de que el pensador que obra así «pierde de vista su espalda». Por eso defendía con pasión la diversidad y la superioridad moral del pluralismo. Porque tan sólo desde la heterodoxia y la empatía se pueden desentrañar las claves sobre las que descansa la verdad en el seno de una convivencia civilizada. Liberado de obsesiones y de complejos culpables, Isaiah Berlin pensó su tiempo buscando la concordia y la inclusión. De ahí que entrado el siglo XXI su legado sea tan vigoroso y operativo: porque no se cerró puertas sino que se empeñó en abrirlas buscando que el futuro pudiera seguir cuidándose de sí mismo.

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