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Las metáforas de la crisis

EL modesto griego homérico del Instituto fue suficiente para descubrir en mi primer viaje a Grecia por qué casi todos los camiones de Atenas llevaban pintada, en grandes letras, la palabra «metáfora». Lo que lleva algo de un sitio a otro, el transporte. Para nosotros, hoy, la metáfora de la metáfora: de la carretera mal asfaltada al verso, camino de otras metáforas. Una idea industrial o poética, según el contexto.

El desplazamiento geográfico o histórico es una fuente inagotable de sorpresas semánticas. Seguimos en la costa del Egeo, 370 antes de Cristo, Xenofonte escribe El economista: «una vez le oí a Sócrates hablar de economía (oiconomia) de este modo. Dime, Critóbolo, ¿es la economía el nombre de una ciencia, como la medicina, la metalurgia y la arquitectura? Así lo creo, dijo Critóbolo. ¿Y podemos definir la función de la economía igual que definimos la de cada una de esas otras artes? Desde luego, contestó Critóbolo; yo diría que un buen economista es quien gestiona bien su propia casa. ¿Y acaso no debería ser capaz de dirigir la casa de otro tan eficientemente como la suya si se le confiara esa tarea?». Por esos derroteros prosigue el diálogo, contemplando el pago al economista por su arte y definiendo la extensión de la «casa» (oicos) como el conjunto de las propiedades que alguien posee, incluso en distintas ciudades («en mi opinión todo lo que el hombre posee, en todo el mundo, es parte de su casa», dice Critóbolo), hasta preguntarse si los enemigos forman parte o no de la riqueza a gestionar. Balbuceos hacia una economía global.

La ciencia de la economía como extensión de la economía doméstica. Dos mil cuatrocientos años después las relaciones económicas se han sofisticado tanto como la ciencia que las estudia. Pero ha sido una sofisticación asimétrica en comparación con otras disciplinas. Los astrónomos de hoy, a diferencia de los griegos, pueden predecir la trayectoria de los cometas y la ocurrencia de los eclipses. No sabemos, en cambio, predecir una crisis económica global de la magnitud de la que vivimos. Parece necesaria la vuelta a lo esencial, a sopesar las palabras entre las manos antes de lanzarlas atropelladamente al vacío.

La primera consecuencia de esta crisis es que somos más pobres. La inercia de las palabras pesa y la idea de pobreza, el adjetivo/sustantivo «pobre», pauper, tiene una fuerte connotación individual. Seguramente porque sabemos que la pobreza se sufre y el sufrimiento lleva detrás un individuo o, lo que es peor, millones de individuos. Nos cuesta imaginar la pobreza colectiva, que incluye la pobreza del Estado al que, ahora, volvemos los ojos buscando soluciones mágicas o, simplemente, más recursos económicos, seamos ciudadanos o comunidades autónomas en dificultades. Y, sin embargo, todos en alguna medida, también las Administraciones Públicas que pagamos y sustentan una parte muy importante de nuestra riqueza (para muchos la parte más importante de su haber personal), somos hoy más pobres que hace un año y, tal vez, menos que dentro de otro. La evolución de la recaudación, de las cuentas públicas, se adivina dramática mes a mes. La casa de todos tiene su despensa más vacía y las expectativas para el futuro próximo son, cuando menos, inciertas.

Sin pretender pontificar sobre nada, hay suficiente consenso en vincular la crisis a factores que interactúan entre sí como: (i) la confusión entre riqueza y disponibilidades líquidas de ciudadanos y empresas en un escenario de facilidades crediticias y oportunidades especulativas, junto al juicio erróneo sobre las expectativas de futuro; (ii) la pérdida de valor de los activos inmobiliarios como reacción natural a un proceso de apreciación excesiva cuando se endurece el acceso al crédito y se agrieta la fe en un futuro de crecimiento sostenido; (iii) la súbita volatilización de activos financieros cuyo valor dependía de activos inmobiliarios perjudicados (hipotecas subprime) o de mecanismos complejos de derivación, y que se comercializaron masivamente por una confianza inmerecida en los agentes que los ofrecían; y (iv) la extensión de la enfermedad a todos los sectores: falta de liquidez, retracción del consumo y, sobre todo, destrucción del empleo que es, a la postre, el hecho de más grave impacto en la sociedad. Más pobres.

No es fácil saber por dónde comenzó el deterioro que, como todo fenómeno complejo, obedecerá a un conjunto de concausas interrelacionadas, con rasgos específicos en cada país. En el nuestro, partíamos de un sector financiero de gran solvencia (para una situación dada) pero muy «endeudado», precisamente para atender a la fuerte demanda interna, y especialmente expuesto en su riesgo al sector inmobiliario y de la construcción. A su vez, construcción, promoción y turismo han sido el motor de un sistema productivo poco diversificado y poco competitivo, lo que va a dificultar, más que en otros países, la recuperación. Serán necesarias ayudas coyunturales tomadas con pulso muy firme para no comprometer recursos que tal vez mañana hagan más falta, y, lo que es más importante, incentivar reformas estructurales que nos permitan competir en la sociedad global.

Pero no es mi intención (carezco de toda la competencia) aleccionar a nadie con etéreos principios macroeconómicos o recetas del arbitrista que los españoles solemos llevar dentro. Sólo quiero subrayar la necesidad de la introspección, de asumir con realismo la dureza del diagnóstico y las dificultades del tratamiento, y disponerse al esfuerzo personal durante el tiempo -desconocemos cuánto- que haga falta, con el plus de generosidad que requiere el que haya tantos en peor situación que uno mismo. Como cuando un revés de la fortuna nos empobrece individual o familiarmente. No tenemos la inmensa mayoría la responsabilidad de acertar con las decisiones de gobierno; pero sí la de tratar de orientar su acción ante la crisis con los medios que la sociedad civil tiene para hacerse oír, desde la opinión y la reacción personales al voto electoral, pasando por la acción de las asociaciones e instituciones (sindicatos, colegios profesionales, organizaciones empresariales, universidades, ONGs) con que vertebramos nuestra pluralidad de ciudadanos portadores de intereses diversos.

A la fuerza ahorcan y hoy ya hemos perdido el miedo a usar la palabra «crisis». Su origen, al igual que «metáfora», o «economía» es griego: significaba separación, distinción y, de ahí, juicio o capacidad de discernir (criterio). Sólo cuando pasó al latín, en el lenguaje médico, se asoció a aquellos momentos puntuales de la enfermedad que marcaban el tránsito hacia una mejoría o un empeoramiento definitivos. Podemos quedarnos con lo esencial. El derecho romano acuñó un concepto que todavía está en nuestro Código civil y que tiene especial sentido para conectar las esferas de lo personal y de lo social desde una perspectiva ética: la diligencia del buen padre de familia. De conocerlo, Xenofonte lo habría utilizado para definir la ciencia de la economía, la praxis del buen economista. Entiéndanse metafóricamente (deslizadas al lenguaje de nuestros días) las ideas de familia, padre y hasta buen o diligencia; pero entiéndanse. Se trata de tener medidas axiológicas de conducta individual susceptibles de ser compartidas, valores de «término medio» que orienten el esfuerzo personal hacia una sociedad mejor ordenada. La crisis obliga al rigor y a la mirada atenta a nuestro alrededor: desde la casa, al entorno laboral y político, a todo lo que el hombre posee en todo el mundo. Y tratar de aplicar algunos principios comunes entre los que son ahora más pertinentes que nunca, a mi juicio, la austeridad y la solidaridad.

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