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Arde Notre Dame

Lunes de ceniza

Jesús Lillo

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Quedan las piedras y los mejores cimientos para levantar una nueva catedral, quizá más hermosa que la que ayer consumieron las llamas. En eso consiste buena parte de la historia, en ver cómo los monumentos se desploman y vuelven a levantarse. Torres más grandes han ... caído. Pico y pala. Embobados con los prodigios de última generación con que las grandes ciudades compiten en el mercado del arte y las taquillas del sensacionalismo arquitectónico, hemos olvidado la fragilidad de toda obra humana, su impermanencia y temporalidad. Nada es para siempre, ni siquiera Notre Dame. Guerras, incendios, terremotos, revoluciones o riadas han dejado su señal en unos templos que hace siglos fueron concebidos como seres vivos, genuinos works in progress sin final conocido, incluso a medio terminar. Pasada de lamentos, la dramaturgia de peluche con que ayer se transmitió la noticia del colapso de Notre Dame es la que demanda una sociedad pasada de sentimentalidad, viciada por los certificados de garantía, también arquitectónicos, y ajena a esa tarea de reconstrucción cuyas instrucciones dejaron sus antepasados grabadas en los muros de las catedrales, letra pequeña de un encargo sin fecha de caducidad. Nada es para siempre. Somos polvo, ceniza.

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