Y Trump estaba vivo
Una vez más los europeos hemos mirado la realidad de Estados Unidos con una lente desenfocada
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Iniciar sesiónPoco después de las dos de la madrugada del 9 de noviembre de 2016, una pesarosa pero deportiva Hillary Clinton telefoneó a Donald Trump para felicitarlo por su victoria y reconocer su derrota. La candidata demócrata había aventajado a su rival republicano en 2,9 ... millones de papeletas en voto popular. Pero Trump se había impuesto en los llamados «votos electorales», que en el enrevesado sistema electoral estadounidense son los que deciden.
Esta vez no ha habido resolución tempranera. Ha pasado ya el mediodía español y el amanecer estadounidense y la liza sigue abierta, con seis estados pendientes de declarar sus resultados. En cuatro de ellos la ventaja es para Trump, incluida la crucial Pensilvania, con 20 votos electorales, donde va por delante por doce puntos al 65% del recuento. Biden domina en dos, con ventajas muy cortas.
En voto popular, los demócratas siguen aventajando a los republicanos, como hace cuatro años, aunque por menos ventaja que entonces (2,2 millones de votos hasta ahora, frente a los 2,9 por delante de Hillary en 2016).
La noche ha sido movida, incluso espectacular, como ocurre siempre en las grandes democracias anglosajonas. Primero compareció el fatigado Joe Biden, para pedir «paciencia» y asegurar a los suyos que todo iba encarrilado hacia la victoria. Lo hizo en su ciudad de Wilmington (Delaware), en la desolación de un parking, pues la solución de los demócratas para proteger a su delicado líder es convertir sus alocuciones en una especie de auto-cine. Forzaba la sonrisa el pálido Biden y proyectaba una voz que intentaba ser potente, todo con éxito desigual.
A las dos de la madrugada, hora local, salió Trump a la East Room de la Casa Blanca. Fue una comparecencia incongruente, pues por una parte se declaró ganador de los comicios, cuando el recuento todavía no había concluido; pero al tiempo anunció una demanda ante el Supremo para exigir que se parase el cuenteo de votos por sospechas de fraude.
Triste imagen ver al presidente de la mayor democracia del mundo cuestionando su propio sistema. Aunque es cierto que empieza a haber un cierto consenso sobre que el modelo de votación en Estados Unidos está obsoleto, diseñado en unos tiempos en que la distribución de la población sobre el territorio era muy diferente.
A falta del resultado final, sabemos ya que no se ha cumplido el paseo demoscópico que se pronosticaba para Joe Biden, al que las encuestas al cierre otorgaban ocho puntos de ventaja. Un vez más, se pone de manifiesto además que los europeos, y muy en especial los españoles, miran la realidad de Estados Unidos con una lente desenfocada y confunden sus deseos con realidad. No nos enteramos de lo que ocurre allí, de cómo respiran los estadounidenses de carne y hueso, no Lady Gaga y Bruce Springsteen.
¿Cuántas crónicas han leído, visto o escuchado estos días en España donde se diese pábulo a una victoria de Trump? Se cuentan con los dedos de las manos (en TVE solo les ha faltado salir con camisetas del viejo buen Joe). Aquí se impone la caricatura de brocha gorda. Solo nos quedamos con la parte -cierta, pero incompleta- del barullo de Trump, sus incongruencias, sus salidas populacheras y su gusto por embarrar la cancha. Omitimos las razones por las que conecta con muchísimo público, tanto que todavía puede ganar los comicios.
Trump arrasa en la América rural y entre los blancos sin título universitario de clases trabajadoras. Biden recibe el voto de la costa Oeste, siempre progresista, y de las clases ilustradas. Trump, con todo su histrionismo, tiende -al menos dialécticamente- un cabo de esperanza a los que se han quedado atrás con la globalización y el reparto extremadamente desigual de la riqueza que ha traído la economía digital. Su gestión de la crisis del covid ha sido errática, mala. Pero la economía iba muy bien antes de la epidemia, y en el tercer trimestre ha salido del hoyo. Ha sido también un presidente que no ha armado guerras por el mundo adelante y ha plantado cara a China, el país que disputa al suyo la hegemonía mundial con malas artes industriales y en el mundo digital.
Los demócratas arrastran un problema: sus bases. Su militancia, como ocurre en España con el PSOE actual, se ha escorado a la izquierda y al culto a las minorías. Les falta un discurso ecuménico que apele a las grandes clases medias y trabajadoras. Para evitar caer en manos de un candidato socialista imposible para Estados Unidos, como el inefable Bernie Sanders, han tenido que pillar lo único que han encontrado a mano: el tranquilo y razonable, pero vaguete y fatigadísimo (78 años) Joe Biden, un apparatchik profesional, senador ¡desde1973!
La mala salud y el porte acartonado de Biden, su falta de ideas y su discurso pesimista han salido al rescate del otro septuagenario de esta liza, Trump, que incluso tras haber pasado por el covid hasta parecía enérgico y optimista a su lado. En la campaña, Trump ha vuelto a prometer que hará «grande a América otra vez» (en realidad no lo ha hecho: pregunten en Detroit dónde están las fábricas que iban a retornar...). Biden, por su parte, ha optado por el sangre, sudor y lágrimas, alertando de que llegan tiempos muy difíciles con el zarandeo de la epidemia. A los votantes siempre les cuesta elegir la depresión...
Tal vez no sepamos el resultado definitivo hasta el viernes. O incluso todo podría acabar más tarde, decidiéndose en tribunales, como el duelo George Bush-Al Gore de 2000. Pero hay algo que sí sabemos: Trump no estaba acabado, aunque en Europa nunca quisimos saberlo.
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