Vidas ejemplares
«Bond... James Bond»
La increíble historia del lechero que llegó a reinar
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Iniciar sesiónEl novelista Ian Fleming, liquidado a los 56 por el tabaco y el morapio, era un londinense patricio y tirando a snob, hijo de un diputado tory y nieto del fundador de un banco escocés. En 1962, los productores Broccoli se hicieron con sus novelas ... de James Bond para el cine. Figuras como Cary Grant o Richard Burton declinaron el papel, un tanto tontolaba, de 007. Así que acabaron apostando por un actor novato, aunque ya de 32 años, un escocés guapo, alto, fuerte y peludo: Sean Connery. A Fleming casi se le cae el cigarrillo Morland de la boquilla: «No es mi visión. Yo pensaba en el Comandante Bond, no en un extra grandullón». Acabarían congeniando.
Connery, que se ha ido a los 90 mientras dormía en su casa de Bahamas, venía de la sima de la muy clasista sociedad británica. «Solo ahora me doy cuenta de lo pobres que éramos», comentaba de mayor al recordar su infancia en Fountainbridge, un suburbio industrial de Edimburgo. Hijo de un obrero católico, empleado en una fábrica de caucho, y de una limpiadora protestante, creció en un piso minúsculo, sin baño ni agua caliente. A los nueve años, el pequeño Tommy Connery, como lo llamaban, repartía leche antes de ir a clase. A los 13 ya dejó la escuela y a los 16 se enroló en la Royal Navy, que lo descartó tres años después por una úlcera. Volvió a Edimburgo sin un penique. Trabajó otra vez de lechero -con carro y caballo-, de albañil y hasta puliendo ataúdes (y alguna noche durmiendo en ellos para ahorrarse el bus). Tentó una carrera de futbolista profesional y levantaba pesas. Con su porte apolíneo, posó como modelo en la Escuela de Arte local y en 1953 se presentó en Londres al certamen de Mr. Universo. No ganó, pero le sirvió para un papelillo de extra en un musical, y de allí, al cine...
Connery era un diamante en bruto (o muy bruto). Para encarnar al despiadado pero sofisticado Bond hubo de aprender a vocalizar, caminar y vestir. Le enseñaron a comer y beber en los finos restaurantes de Mayfair -«dry martini; agitado, no revuelto»- y le cortaron trajes a medida en Savile Row. Todo lo asimiló, hasta componer el mejor Bond de la historia. Como dice con coña Agustín Pery, Roger Moore solo tenía dos registros: la ceja arriba o abajo. Pero con Connery, 007 fue peligroso, irónico y sensual. «Bond debe crear una sensación de amenaza», resumía él.
De maduro derivó en un actor maravilloso. Emanaba poder y seguridad y encarnaba una masculinidad que hoy va camino de estar prohibida. Incongruente, era independentista escocés, pero siempre vivió muy lejos, al sol y huyendo del fisco británico (durante diez años tuvo su hogar en la finca Malibú de Marbella). Incluso cometió el pecadillo -mortal en un patriota escocés- de rodar un anuncio de Suntory, el whisky nipón.
Aquellas películas de Bond han envejecido mal y no me interesan. Pero buscaré «El hombre que pudo reinar», o «El nombre de la rosa», para revivir el especialísimo embrujo del lechero de Edimburgo.
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