Vidas ejemplares
¡Ánimo, Boris!
Imposible no simpatizar con el personaje, aunque no te gusten sus políticas
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Iniciar sesiónHay personas que sometidas al escrutinio de la razón, o a una evaluación moral rigurosa, no pasan la prueba del algodón. Sin embargo no puedes evitar simpatizar con ellas. En literatura, el símbolo de esa dicotomía es Sir John Falstaff, personaje shakesperiano más grande que ... la vida. Sir John es pícaro, borrachín, carnal, trolero, sablista... Pero también un cauce por donde se desbordan el vitalismo y la alegría, un humorista genialoide, un campeón de la amistad y la farra. Falstaff nos hace suyos porque encarna el más alto de los ideales del ser humano: a su modo, es libre. El noble truhán enlaza además con la idealizada «Merry England» que tanto añoraba Chesterton, una Inglaterra medieval despreocupada y jovial, fascinada con lo casual y lo incongruente.
Inglaterra ha cambiado, pero conserva rasgos de aquella alma que evocaba Chesterton, como su afecto por los excéntricos. El falstaffiano Boris Johnson es uno de ellos, aunque el hombre real no cuadre del todo con el personaje. Alguna de sus amantes ha dibujado a un solitario sin amigos, que planifica al detalle hasta sus humoradas, siempre ávido de cariño y atención, debido al vacío indeleble del temprano divorcio de sus padres. Sabemos que es un político de brocha gorda, al que le bailan las cifras. Somos conscientes de que se subió al carro del Brexit con dudas y de manera oportunista, como un vehículo hacia el Número 10 (como así fue). Es cierto que ha embarcado al país en un sueño nacionalista de patas cortas y bastante xenófobo. Es verdad que en esta crisis del coronavirus se ha manejado con miopía orgullosa, ofuscado al principio en el espejismo del magnífico aislamiento británico, con la chocarrera teoría de tolerar un contagio masivo para inmunizar a la mayoría. Crecieron las bajas y el plan se fue al garete. El Covid-19 también muerde en las islas, empezando por el propio premier.
Pero Boris tiene su valía. Representa un estado de ánimo, capaz de insuflar a su nación optimismo y fe en el futuro, como ya hizo antes con Londres. Es capaz de logros políticos inauditos mediante estrategias que en cualquier otro resultarían ridículas, como cuando en la pasada campaña derribó el legendario Muro Rojo laborista del Norte con golpes de efecto como disfrazarse de lechero y llamar al timbre de votantes anti-tories a las siete de la mañana. Ha sacado al Reino Unido del diván del Brexit, haciendo que se cumpliese lo que, guste o no, había sido la libre elección del pueblo. Es, además, un patriota, y hoy encarna la quintaesencia del inglés (aunque haya nacido en Nueva York y tenga un abuelo turco). Pero sobre todo, Boris, un ilustrado oxoniense capaz de declamar a los clásicos en griego, supone una risueña peineta a la insufrible corrección política. Es un mandatario capaz de decir -¡todavía!- lo que piensa, de sucumbir a las veleidades del amor ilícito, de correr con un bañador de flores por Westminster, de elegir a The Clash como su banda sonora, de salirse del carril de tantos políticos soporíferos, sin imaginación, engolados, carentes de cultura. ¡Ánimo Boris! Estamos contigo. Incluso a nuestro pesar.
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