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La lengua catalana

No hay que relegar el catalán para beneficiar el castellano, sino restaurar el catalán como lengua plenamente española

Juan Manuel de Prada

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Resulta, en verdad, curioso que todo lo que José María Pemán escribió en ABC hace cincuenta años sobre el catalán siga siendo tan certero: «Me encuentro –¡otra vez!– el problema del idioma catalán revivido con ocasión de la enseñanza en las escuelas. Pienso que el primer problema del catalán como idioma es calificarlo como "problema". En este caso, como en otros muchos, el problema es el modo de manipular una cosa que en sí misma no lo es. El catalán, en sí, no es un problema: es una evidencia. Lo que ocurre es que las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por los políticos, ¡que esos sí que son un problema!».

Es altamente irresponsable hacer creer a los españoles que enseñar en lengua catalana equivale a «adoctrinar». Se puede adoctrinar en cualquier idioma; en castellano, por ejemplo, se está adoctrinando (y corrompiendo) a nuestros hijos de las formas más puercas y miserables sin que nos inmutemos. El catalán es la forma de expresión particular de un pueblo que es naturalmente bilingüe; y cuyo bilingüismo, desde luego, se debe proteger y asegurar, favoreciendo una escuela en la que las lenguas catalana y castellana se den la mano fraternalmente. A la inmersión lingüística no se responde arbitrando que una lengua sea «vehicular» y la otra ancilar, para que los padres elijan a su gusto; pues toda «elección» que amputa las posibilidades de comunicación de un pueblo bilingüe es castradora y criminal. No hay que relegar el catalán para beneficiar el castellano, sino restaurar el catalán como lengua plenamente española, que es lo que siempre fue, hasta que los políticos le dieron fisonomía contorsionada de problema.

Presentar la lengua catalana como «adoctrinadora» es también hacer separatismo, porque –en palabras de Pemán– «por una ley de dinámica social el tirón hacia dentro es correlativo e inseparable del empujón hacia fuera». Cuando Rajoy dice que, en lugar de imponer lenguas, hay que dedicar recursos a la «revolución digital» está mezclando churras con merinas; y lo mismo Rivera cuando aboga por una «enseñanza trilingüe» en Cataluña que junte en patético zurriburri lenguas maternas y foráneas. La lengua catalana es, como nos recordaba Pemán, un hecho biológico tan incuestionable como la montaña de Montserrat; y todas las revoluciones digitales del mundo no valen un comino al lado de un hecho biológico. Tampoco vale nada una lengua foránea como el inglés, que –por supuesto– debe aprenderse con un sentido utilitario; pero una lengua materna se aprende porque nos constituye íntimamente, porque es la sangre de nuestro pensamiento y el motor de nuestras inquietudes espirituales. Pretender poner al mismo nivel el catalán y el inglés es detestable y alevoso; y propio de pitufos extranjerizantes.

Mejor sería que los políticos viesen la lengua catalana como una valiosa joya para España; y que mirasen el modo de evitar que los españoles reaccionen con cetrino malhumor contra ella. El catalán sólo adoctrina en manos de adoctrinadores, como le pasa al castellano; liberada de ellos es una gran lengua con una hermosa literatura dentro que conviene celebrar, como hizo Menéndez Pelayo cuando actuó como mantenedor en unos juegos florales y leyó en lengua catalana el elogio del ganador, Jacinto Verdaguer, el inmenso poeta que cantó -en catalán- la Reconquista y el descubrimiento de América. A esa Cataluña hay que volver y dejarse de quitar y poner lenguas (y mucho menos para meter en su lugar revoluciones digitales de chichinabo o chamullas extranjeras). Pero para volver a esa Cataluña hacen falta mucho esfuerzo y amor; azuzar odiosas reacciones viscerales es, en cambio, lo más sencillo del mundo.

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