Laberinto de paradojas sobre Cuba y la OEA
La batalla diplomática en torno al posible regreso de Cuba a la OEA es un laberinto de paradojas. Venezuela y sus aliados (Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Honduras) quieren que la Isla regrese a la institución, de la que fue expulsada en 1962 por su violenta ... injerencia armada en la Venezuela de Rómulo Betancourt. Estados Unidos y Canadá se oponen, porque la Carta Democrática, firmada en 2001 por todos los estados miembros (incluida la Venezuela de Chávez), exige que las naciones miembros gocen de pluralidad política, elecciones libres y se respeten los derechos humanos, panorama muy distante de la realidad estalinista de palo y terror que impera en Cuba.
En el medio de esas fuerzas encontradas, en un papel poco airoso, se encuentra el abrumado chileno José Miguel Insulza, secretario general del invento, quien un día afirma una cosa y al siguiente la contraria, con lo cual no pasará a la historia como un modelo de integridad moral, pero sí como el hombre que liquidó el principio de identidad de Parménides: en su novedosa filosofía, una cosa puede ser y no ser al mismo tiempo. Cuba puede ser una dictadura, como reconoce, y pertenecer a una institución que rechaza las dictaduras, como mandan los papeles de la OEA. ¿Por qué lo hace? Según los malpensados, porque le debe su cargo a Hugo Chávez. Según él mismo, y concedámosle la buena intención, porque dentro de la OEA sería más fácil reclamarle sus excesos a la dictadura de los Castro.
El Gobierno cubano, por su parte, no tiene interés en reingresar a la OEA. A lo largo de los años, Fidel Castro, que es un consumado insultador, la ha llamado «ministerio de colonias», «prostíbulo de los americanos», «maloliente» y otras lindezas. La última andanada es muy reciente: el 11 de mayo pasado calificaba a la OEA de «podrida» y le negaba el derecho a juzgar la realidad cubana desde una perspectiva ética.
No puede olvidarse que Fidel Castro debutó en la vida pública en abril de 1948, cuando estudiaba Derecho, como miembro de una delegación de jóvenes radicales reunidos en Bogotá por invitación de Perón, entonces presidente argentino, quien organizó un «congreso antiimperialista internacional» para protestar contra la creación de la OEA. Han pasado 61 años y Fidel Castro, hombre de «culillos» o ideas fijas, Peter Pan de barricada que no madura ni aprende, sigue odiando a la OEA.
Pero ahí no terminan las paradojas. Hay cubanos reformistas dentro del aparato que piensan que la OEA sería un factor de moderación para un gobierno que quisieran que cambiara pero sin dejar de ser el mismo. (Eso solían opinar el ex canciller Roberto Robaina y el recientemente liquidado Carlos Lage). Hay opositores demócratas que coinciden con ellos, pero por la otra punta del razonamiento: ven la pertenencia de Cuba a la OEA como un factor de debilitamiento de la dictadura y un foro eventualmente útil para demoler al sistema. No obstante, los irredentos seguidores de Castro, menguados en número, pero con todo el poder, y la mayor parte de los disidentes que odian al viejo comandante y a su inútil hermano, también coinciden, aunque por motivos distintos: ambos grupos quieren ver a Cuba fuera de la OEA. Probablemente eso sea lo que suceda.
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