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Judas, un santo

AHORA que Judas se ha convertido en el bueno de la película (la que Hollywood llamó «la historia más grande jamás contada») no me extrañaría que se alzasen voces académicas exigiendo la corrección inmediata del Canto XXXIV del Infierno en la Commedia de Dante. Después de lo que nos dicen que revela el manuscrito copto con cuya explotación se va a forrar la sociedad National Geographic, el señor Iscariote, que en la construcción dantesca era el más villano de todos los condenados, ya no puede seguir en la Judea (el último recinto del infierno, donde penan los máximos traidores) con la cabeza en la boca de Belcebú y las piernas fuera, pataleando mientras el Emperador del doloroso regno le tritura eternamente con sus dientes. Se impone que algún escritor capaz de asumir el reto reescriba el clásico para ponerlo al día: a Judas habrá que trasladarlo al Paraíso, aunque en el esquema de Dante se nos antoje un ámbito mucho más aburrido que su pavorosa morada anterior. Judas rehabilitado: lo que nos faltaba por ver.

De manera que, según todos los indicios, a partir de ahora quizás necesitemos aprender a convivir espiritualmente con un Judas más bien bondadoso y apacible, nada que ver con aquel felón neurótico que, tras su ahora desmentida traición, «se reventó por la mitad y todas sus entrañas se desparramaron» (Hechos de los Apóstoles, 1-18). También tendremos que modificar el diccionario: el viejo Iscariote ya no podrá prestar su nombre de pila como sinónimo de «hombre alevoso, traidor». Filólogos e historiadores tendrán que buscar otro más adecuado, escarbando en la larguísima nómina de amigos no fiables, de desleales que al final te la hincan por la espalda (a veces, a todo un pueblo), de venales capaces de ofrecerse al mejor postor o someterse obsequiosos al invasor extranjero. Ya no diremos, por tanto, «eres un judas», sino eres un don Julián o un Bellido Dolfos, o un Bruto, o un Macbeth, o un Pétain, o un Quisling, según las particulares mitologías nacionales. O, más modestamente, tendremos que recurrir al apellido de algún tránsfuga de los de ahora, de los que cambian de bando por algunas monedas o por conservar el escaño en la asamblea local.

Para alguien más bien escéptico y poco dado a creer en las casualidades resulta cuando menos llamativa la avalancha de revisionismo que afecta a la tradición católica en las semanas previas al estreno global de la película El Código daVinci. No pretendo insinuar que el famoso manuscrito copto es un montaje, sino señalar que la National Geographic -que ya ha comenzado a explotar el filón- ha demostrado un notable sentido de la oportunidad y un buen dominio de la mercadotecnia. Y no es el único ejemplo: Michael Baigent, uno de los autores de El enigma sagrado, cuya demanda por plagio a Dan Brown ha desestimado un tribunal británico, acaba de anunciar la próxima publicación de su nuevo libro The Jesus Papers, en el que presenta «explosivas pruebas que desafían todo lo que sabemos sobre la vida de Jesús». Una de ellas vendría a demostrar -más difícil todavía- que Cristo sobrevivió a la Cruz gracias al apoyo de... ¡Poncio Pilato!

El momento para las nuevas «revelaciones» no puede ser más oportuno. Al fin y al cabo, entre los lectores de los más de cuarenta millones de ejemplares vendidos de la novela de Brown, hay mucha gente que está convencida de que la Iglesia católica está envuelta en una conspiración para ocultar su pasado, y que, por ejemplo, los descendientes de la unión de Cristo y María Magdalena, protegidos antaño por el Priorato de Sión, podrían ser rastreados en la guías telefónicas de las ciudades francesas. En pleno «desencantamiento del mundo», por emplear la caracterización de Max Weber, nada como la teoría de la conspiración para volverlo a encantar. Así vamos.

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