La Tercera
La indeseada compañera
«Lo único positivo de la muerte es su carácter igualador: sin hacer distinciones nos alcanza a todos. Aunque hay tantas formas de morir como de vivir y la mejor pudiera ser la que el Rey don Sebastián recomendó a los suyos peleando en Alcazarquivir: ‘¡Hidalgos portugueses, morid sin prisa!’. ¿O es el tiempo la vida, como advertían los relojes de horas: Todas hieren, la última mata? Aunque ¿son nuestro tiempo y universo los únicos que existen?»
No objeto la elección de ‘vacuna’ como palabra del año, como esperanza de vencer la pandemia. Pero le hace competencia otra, olvidada en el llamado primer mundo, ya que en el segundo y tercero sigue causando estragos. Me refiero a ‘muerte’, que desde nuestra olímpica ... altivez creíamos, si no vencida, domesticada, pero sigue ahí, como nuestra sombra. Y seguirá.
De los ciento y pico de chavales que, con diez años iniciamos en 1940 el bachillerato en el Instituto de Lugo, quedamos apenas una decena. La ‘comida del curso’ que celebrábamos el último sábado de julio, a la que asistían compañeros de otras ciudades y países, junto a los profesores que quedaban, hubo que suspenderla en 2015 por razones de desplazamiento. Ahora, hablamos de vez en cuando por teléfono, la mayoría de las veces para informar de la muerte de otro condiscípulo. Y es que todos hemos sobrepasado los noventa tacos. Muchos más no vamos a cumplir. Vivimos ya en tiempo de descuento.
He dedicado buena parte del último tiempo a leer y meditar sobre ello, encontrándome con una serie de paradojas. La primera, que morir es la única certeza de esta vida, el resto es aleatorio. La segunda, que no hay dos muertes iguales, como no hay dos vidas. La tercera, que quienes más se han acercado a su misterio son los poetas, tal vez por hablar con el corazón más que con el cerebro.
A la cabeza de sus exégetas colocaría a Jorge Manrique con las ‘Coplas a la muerte de su padre’, «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar/ que es el morir», que sorprenden por su brillantez, exactitud, profundidad y elegancia, como Nefertiti o la Dama de Elche. Incluso responde a su propia pregunta «di, muerte, ¿dó los escondes y pones?» al ofrecernos más allá de la muerte una vida más duradera en este mundo: la fama. Aparte de que si desaparecen estrellas y galaxias por agujeros negros sin saberse adónde van, ¿qué de extraño tiene que desaparezcan hombres y mujeres?
De ahí en adelante, la poesía se bifurca en dos grandes avenidas: el canto a la vida que la muerte siega inmisericordiosa con su guadaña y la resignación ante el hecho inevitable, que los místicos unen al reencuentro con Dios y las personas queridas en el Paraíso. Ejemplo de la primera es la ‘Melancolía de desaparecer’, de Agustín de Foxá, del que les ofrezco los primeros y últimos versos: «Y pensar que después que yo me muera/ aún surgirán mañanas luminosas/ que bajo un cielo azul, la primavera/ indiferente a mi mansión postrera/ encarnará en la seda de las rosas./ Y pensar que, desnuda, azul, lasciva/ sobre mis huesos danzará la vida./ Y pensar que no puedo en mi egoísmo/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja/ que he de marchar, ya solo hacia el abismo/ y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja». ¿Cabe mejor homenaje a la vida desde la muerte?
Ejemplo de la segunda actitud es la despedida de José Alcalá Zamora y Queipo de Llano de su familia y amistades, en su libro ‘Variaciones musicales’. Les paso los dos tercetos del soneto, en el que era especialista: «Puesto el pie en el estribo de aquel viaje/ del que no se regresa ni hay espejos,/ con poca cosa os pago el hospedaje:/ mis poemas y estudios (libros viejos)/ un algo que he enseñado y el coraje/ que puse en ir más rápido y más lejos». Que le retratan en su distante caballerosidad y vital pesimismo.
Podría añadir ejemplos espléndidos de todo tipo de poemas a la amada muerta, comenzando por el de Lope: «Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa», en el que demuestra ser tan excelso poeta como dramaturgo, pero convertiría esta Tercera en una página de citas, así que prefiero hacer unas cuantas reflexiones mías. La primera, que la consigna del existencialismo ‘estamos hechos para morir’ es la típica pose de la inteligencia gala al encontrarse ante un misterio que no puede comprender ni, menos, desentrañar. No, no estamos hechos para morir, estamos hechos para vivir. Lo que ocurre es que la muerte forma parte de la vida. O, más exactamente, es el final de un proceso vital que empezó hace mucho, muchísimo tiempo, desde las primeras amebas, y fue madurando en distintas fases hasta que nuestros padres decidieron crearnos.
Un ciclo que se repite en todos los confines del universo y en todos los estados de la naturaleza, de los que empezamos a saber algo, pero cuyo funcionamiento es todavía un misterio para nosotros, Acaba de demostrárnoslo el Covid-19, que se ha instalado en la Tierra como un ‘okupa’, sin que haya forma de echarle. Menos mal que se han encontrado las vacunas porque sin ellas, sería tan funesto como la gripe de 1918. O más.
Lo único positivo de la muerte es su carácter igualador: sin hacer distinciones nos alcanza a todos. Aunque hay tantas formas de morir como de vivir y la mejor pudiera ser la que el Rey don Sebastián recomendó a los suyos peleando en Alcazarquivir: «¡Hidalgos portugueses, morid sin prisa!» ¿O es el tiempo la vida, como advertían los relojes de horas: Todas hieren, la última mata?
Aunque ¿son nuestro tiempo y universo los únicos que existen?
Sólo me resta disculparme por tantas preguntas sin respuesta.
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José María Carrascal es periodista