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Descifrando a Putin
Estamos ante el ‘homo sovieticus’ total, convencido de que la fuerza se impone a la razón, de que su país está rodeado de enemigos
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La pregunta que se ha hacen hoy todas las cancillerías es: ¿está dispuesto Vladímir Putin a usar armas nucleares tácticas -o sea, de limitado alcance- si tras fracasar su primer ataque a Ucrania, al no haber tomado Kiev ni ocupar el Donbass, ni Odesa, y ... hundirle el buque insignia de su flota en el mar Negro, su segundo ataque sin cuartel a todos esos objetivos también fracasa? La respuesta es un sí con la cabeza, ya que decirlo significaría la Tercera Guerra Mundial, en la que no habrá vencedor, sólo vencidos, con daños que tardarían décadas en superarse.
Putin es el primero en saberlo, lo que no le impide tomar tales riesgos, evitados por otros líderes rusos antes de él. Estamos, según cuantos le han tratado, ante el ‘homo sovieticus’ total, convencido de que la fuerza se impone a la razón, de que su país está rodeado de enemigos ansiosos de robarle y someterlo. Hitler y Napoleón no han muerto para él, y Europa occidental vive demasiado bien para meterse en aventuras como defender al más débil atacado. O sea, que por esa parte no debe temer nada. Posiblemente, teme más a los posibles rivales internos. No al Ejército.
Una de las primeras cosas que hicieron Lenin y Trotski fue descabezarlo para evitar lo que ellos suponían había sido el fin de todas las revoluciones: el ‘bonarpartismo’, que un general exitoso y carismático se hiciera con el poder, perpetuándose incluso como rey o emperador. Stalin lo completó: el verdadero mando de sus unidades militares no eran los oficiales o generales, sino los comisarios políticos. Otro tanto ocurrió en su política interior y exterior. El partido era, es y será quien tiene la primera y última palabra. ¿Y quién manda en el partido? El que tiene las claves de ambas: los servicios secretos. Esa es la escalera que eligió Putin para subir al máximo peldaño y mantenerse en él.
Su prueba de fuego le lleva a su entorno más cercano. El doctorado político de Putin lo hizo como teniente coronel del KGB en la RDA, la Alemania Oriental. Allí vivió el desplome del Muro, al que siguió el cuartearse del imperio soviético. Él quiere recomponerlo. Algún éxito ha tenido en Asia y ahora vuelve sus ojos a Europa, Ucrania especialmente, joya de la corona por su riqueza agrícola y mineral. Ha perdido el primer asalto, pero en vez de refrenarlo, lanza un ataque general en todos los frentes. A los defensores de Mariúpol les dio unas horas para rendirse, que ellos han rechazado. Hoy apenas quedan edificios intactos. Mañana puede ser un cementerio. Como Ucrania entera. Putin puede imponer su aplastante superioridad militar. Lo que no logrará nunca es que acepten ser sus súbditos. Amenazando, además, con su arsenal nuclear. Olvidando que la única ganadora en tal conflicto sería China, que mira a Siberia como la solución de su ‘lebensraum’, su espacio vital.
Y nosotros, quejándonos del recibo de la luz.
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