JORDI PUJOL SE DESPIDE DE USTEDES
TRAS 23 años como President de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol se despide de ustedes. Y en la hora del adiós -como mandan los cánones- hay que hacer balance de una ideología y una obra que han marcado la vida de los catalanes durante ... casi -¡poca broma!- un cuarto de siglo. Sostengo que el pensar y el hacer de Jordi Pujol admiten el calificativo de sincréticos. Sincretismo que concilia hábilmente cuatro elementos: esencialismo, organicismo, nacionalismo político y pragmatismo.
El esencialismo se percibe en ideas como las siguientes: «nosotros somos un pueblo que tiene mil años de historia, que tiene una lengua, una cultura, una voluntad de ser, una conciencia colectiva... una tierra que es nuestra tierra, una lengua que es nuestra lengua, unas tradiciones, unas costumbres, una manera de ser, una voluntad de ser, una nacionalidad, un sentido nacional». Este esencialismo se completa con un organicismo que atribuye a Cataluña un «ser» y un «espíritu». Pujol habla de «la voluntad de ser lo que somos», de «sumergirnos en la profundidad de nuestro ser», de una «Cataluña que tiene un espíritu propio que la mantiene y la hace avanzar, que le da calidad y le permite proveer una definida manera de ser a sus hombres... si este espíritu se pierde, el pueblo deja de ser pueblo y se convierte en grupo, en rebaño, en algo amorfo e inoperante». Como se aprecia, para Pujol -en sintonía con el romanticismo herderiano-, Cataluña es una realidad nacional esencial dotada de una identidad propia constituida sobre una lengua, una cultura, una historia, una tradición, una manera de ser, etc., propias. En este sentido, el pujolismo -el nacionalismo catalán- brinda un buen ejemplo, usando las palabras de Eric Hobsbawm, del «ejercicio de ingeniería social deliberado» propio de todo nacionalismo que inventa a la carta su nación correspondiente. Lo peculiar del pujolismo consiste en que dicha afirmación heráldica, obsesionada por el mito del origen que se proyecta en el futuro regenerando el Volk, se complementa con la reivindicación política del viejo principio -renovado- de las nacionalidades del siglo XIX según el cual a una nación le corresponde, si no un Estado, sí un alto índice de autonomía/ autogobierno/ soberanía política. El detalle que no puede obviarse y que resulta clave para entender la sustancia de la doctrina pujolista: la autonomía/ autogobierno/ soberanía política se deriva del «ser nacional» de Cataluña. Es decir, Cataluña tiene derecho al autogobierno en virtud de su identidad nacional diferenciada. Traducción práctica, Cataluña -como afirmó Pujol el 28 de julio de 2002 en la Escuela de Verano de las Joventuts Nacionalistes de Catalunya, rama juvenil e independentista de Convergència Democràtica de Catalunya- «no puede ser tratada como Cuenca». ¿Por qué? Pues, porque Cataluña es una nación y Cuenca no lo es. Y donde se dice Cuenca, se podría haber dicho Castilla-La Mancha, La Rioja, Extremadura, etc. De hecho, ciñéndonos a España (al Estado español, como dicen Pujol y el nacionalismo catalán), sólo Cataluña, el País Vasco y Galicia tienen, desde la óptica pujolista, derecho a una autonomía/ autogobierno/ soberanía de peso por ser naciones. Y de esa idea heráldica subyacente en el seno de la doctrina pujolista, de ese nacionalismo identitario que se encuentra en la raíz del pujolismo, surgen las críticas al llamado «café para todos» que implica el Estado de las Autonomías.
Hablemos, por último, del cuarto elemento definitorio del pensar y el hacer de Jordi Pujol: el pragmatismo. Jordi Pujol, a pesar de comulgar con una visión esencialista y organicista de Cataluña, no pierde el mundo de vista. O lo que es lo mismo, sabe que se ha de entender con el Estado y que los ciudadanos piden algo más que emociones nacionalistas. Sí, se puede afirmar que Cataluña no tiene «el grado de soberanía ni de poder que el pleno desarrollo de la nación catalana exige», se puede declarar «que los individuos, los pueblos, en defensa de sus derechos individuales o colectivos, pueden autodeterminarse siempre que convenga», se puede hablar de que «Cataluña, como Lituania o Eslovenia, es una nación y tenemos por tanto los mismos derechos»; todo eso, sí, se puede decir, pero a la hora de la verdad se impone un doble pragmatismo: político y económico-social. El pragmatismo político: «es a partir de nuestra reflexión profundamente catalana que pensamos nuestra forma de ser españoles, que es tan válida como otra cualquiera y que, en realidad, puede y debe servir para el enriquecimiento mutuo... Cataluña no se va a separar de España... Cataluña no pretende la secesión... España es una unidad a la que pertenece Cataluña... el problema de Cataluña se resolverá en España». El pragmatismo económico-social: hay que llevar a cabo la «modernización del país... que Cataluña mantenga e incremente su peso económico, su nivel de renta, su espíritu de iniciativa, su capacidad de ofrecer posibilidades de promoción a toda su gente... crear centros de transferencia de tecnología, laboratorios de ensayo y homologación».
Tras 23 años como President de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol se despide de ustedes. Y lo hace con un expediente -explicable en función del sincretismo referido- que refleja el «haber» y el «debe» de un hombre de pensamiento y acción cargado de aristas, de luces y sombras. El «haber» nos habla de un gobernante que tiene una concepción de la política basada en la correlación de fuerzas y el pacto posibilista entre adversarios que nunca deben romper la baraja, de un político que ha contribuido a la estabilidad de España y a la convivencia de los ciudadanos de Cataluña, de un gestor dotado de un sentido práctico de la política que ha impulsado el desarrollo económico de España y Cataluña. El «debe» nos muestra la obstinación de un ideólogo nacionalista de corte dieciochesco que no está predispuesto a aceptar que se puede ser catalán de muchas y muy diversas maneras, que entiende Cataluña como una totalidad con un destino que realizar, que se atribuye el papel de fiel intérprete y representante de los intereses de Cataluña, que tilda de anticatalana cualquier concepción del «país» distinta de la suya, que favorece los signos de identidad catalana en detrimento de los españoles, que ha sido incapaz de entrar en el Gobierno de España por falta de coraje político o miedo a ser llamado españolista. Y punto y seguido, porque en el «debe» de Jordi Pujol se encuentra la construcción de un régimen político de reglas no escritas en el que se ha excluido a buena parte de la ciudadanía: ¿sabían ustedes que sólo el 5 por ciento de los consejeros de los sucesivos gobiernos de Pujol han nacido en comunidades de habla no catalana? ¿Sabían ustedes que sólo el 10 por ciento de los diputados que el parlamento catalán ha tenido desde 1980 han nacido en comunidades de habla no catalana? ¿Sabían ustedes que ningún diputado usa regularmente el castellano -la lengua de la mitad de los catalanes- en el Parlament? A riesgo de ser considerado lerrouxista -el peor insulto en la Cataluña virtual diseñada por el nacionalismo-, hay que concluir que si es cierto que la integración social es una realidad en Cataluña, no ocurre lo mismo con la integración e igualdad de oportunidades políticas. Paradójicamente, Jordi Pujol ha engrandecido y empequeñecido a Cataluña. En la hora de la despedida no está de más recordarlo.
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